Ángela Marco Cueva

Ángela Marco Cueva

Estudiante de filosofía en la Universidad de Zaragoza enamorada de la escritura de cualquier tipo. Su personalidad soñadora la ha llevado durante gran parte de su vida a adentrarse en los mundos ficticios de su cabeza, que ahora se vuelven un poco más reales gracias a haber terminado su primera trilogía: Rebelión. No obstante, sus palabras no se quedan aquí, también las utiliza para redactar ensayos filosóficos de temas diversos y adentrarse en el mundo de los sentimientos poéticos con una recopilación de sus textos, la Antología de Frustraciones. También ha participado en diversos concursos que requerían de sus palabras, como Luchalibro Zaragoza 2019 o las IX y X ediciones de la Olimpiada Filosófica de España. Siguiendo sus deseos de aprender sobre cualquier disciplina, Ángela Marco continúa estudiando mientras se aferra a la tinta y las palabras.

Entró por la puerta. Seguía oliendo a ella. La luz entraba por la ventana, porque la persiana estaba todavía subida. Se sentó en la silla y aprovechó a mirar por la ventana. Y esperó. Y recordó. Echó un vistazo a su alrededor una última vez y entonces se le ocurrió. Salió de la habitación, apresurada, y volvió a entrar con el tintero en las manos. 

Ni siquiera hizo falta que rebuscara entre los cajones. Sus maracas seguían ahí todavía, encima de la mesa. Mojó parsimoniosamente el pincel en tinta china, agarró una de las dos maracas y se dejó llevar.

¡Chs! Sonó la maraca, porque el pulso le temblaba y la había golpeado demasiado fuerte con el pincel. 

Ese sonido la transportaba a sus primeros bailes. Danzaban juntas, al ritmo de su música favorita, cuando su hija acababa de aprender a andar. Cuánto le encantaban esas maracas…

Línea tras línea, trazo tras trazo, pintó su traje regional, el moño que llevaba aquel día, sus manos agarradas… Tomó distancia para terminar de dibujar la pirueta de la niña. 

¡Chs! Sonó la maraca cuando la giró, para continuar dibujando.

Ese sonido le recordaba aquellas noches en las que su hija se negaba a dormir sin sus maracas. Una noche como otra cualquiera, le leyó un cuento, le dio un beso de buenas noches y ella se durmió, con la cara pegada a su objeto favorito. 

Las lágrimas deslizaban por sus mejillas. Las aprovechó para difuminar la tinta china en el instrumento. Esta se movió, deformando las caras que había dibujado, deformando el beso que madre entregaba a hija. 

Apartó esa maraca y cogió la otra. ¡Chs! Hizo cuando la agarró, temblorosa.

Ese sonido era igual de puro que la risa de su hija. Una risa que sabía que nunca más podría escuchar. Dibujó con más rabia.

Pintó el contorno de su sonrisa, su piel morena, su rostro y sus hoyuelos. 

¡Chs! Entonces accedió a dejar ir.

—Adiós, mi niña.

La mujer apartó las maracas. Cerró el tintero. Miró por última vez por la ventana. Y bajó la persiana, tapando para siempre la mirada de su hija. 

La habitación se quedó a oscuras. Salió. Paró. Recordó el sonido de las maracas. Y siguió adelante.

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