Laura Souto Queijo

Laura Souto Queijo

Laura se aventuró en el mundo de la escritura a los catorce años, cuando empezó a publicar su primera historia en un blog. Apasionada de la creación de personajes, desarrolla tramas que le brinden una excusa para hablar de ellos. Algunos de estos personajes e historias han acabado por publicarse en antologías de relatos: El cielo a pedazos se puede leer en Wanderlust 3, una antología de ciencia ficción de varios autores protagonizada por personajes sáficos. Además, participa en Wanderlust 1, Huellas Antología Benéfica, Corrientes de cambio, Orgullo Zombi 4, Érase otra vez y Érase otra vez… Villanos.

Toda mi vida ha sido una sucesión ridícula de situaciones ejemplares de la ley de Murphy. Mi madre solía decirme que me lo buscaba un poco, por mi tendencia al drama y a las americanadas. Así las llamaba ella: americanadas. Me lo decía cuando salía de casa por las mañanas media hora antes de lo necesario para que me diese tiempo a parar en el Starbucks, cogerme un café y entrar en la oficina con mi vaso reutilizable en una mano, la funda del portátil en la otra y las gafas de sol en la cabeza a modo de diadema. Pero, sinceramente, teniendo un trabajo que odiaba y por el que apenas me pagaban el sueldo mínimo, jugar a ser Anne Hathaway era lo único que me quedaba. 

Sin embargo, el Día Que Todo Empezó (creo que bien merece las mayúsculas) no compré café por dos motivos: el primero, que no esperaba tardar mucho en la oficina, así que podría comprarlo después; el segundo, que aquel día estaba reservado para otra americanada, una bien grande.

Me sentía enorme. Tenía tanta confianza que podría haber echado abajo el suelo de las oficinas de aquella agencia de marketing con solo pisarlo, de haber querido. Abrí la puerta de la sala de reuniones en la que estaba mi jefa, Jimena Guillermo, sin molestarme en llamar siquiera y sonreí ante su mueca incrédula. Era una habitación amplia, de un blanco muy pulcro, y estaba llena de gente, lo que me hizo vibrar más. Lo que me gustaba a mí un numerito con público.

Voy a ser sincera: lo había ensayado. Lo había cronometrado, incluso, así que sabía que solo tardaría cuatro minutos y medio (o un poco más, si me venía arriba y me daba por improvisar algo) en decirle a Jimena todo lo que le quería decir. Que me habían dado un trabajo nuevo con condiciones decentes; que ya podía buscarse a alguien nuevo a quien explotar; que mi nueva jefa no era una hija de papá a la que habían colocado en el puesto sin merecerlo.

Puede que no fuese muy elegante, pero ella nunca lo había sido conmigo, así que no le debía nada. Solté lo que tenía que soltar y me fui. O esa era mi intención, al menos. 

Apenas había dado un paso cuando una voz tras de mí masculló:

―¿Qué cojones… es eso?

Eché un vistazo por encima de mi hombro y lo vi por primera vez: las naves. Recuerdo que me parecieron demasiado brutas y grandes, como piedras, y verlas flotar era como observar un cuadro surrealista en el que algo no encaja. Luego salieron aquellas figuras, arañas estiradas y traslúcidas, y durante un segundo todo se quedó quieto.

Yo me sentí gilipollas, porque pensé: «me he quedado sin café» y «esto sí que es una americanada». 

Luego estalló el caos.

 

***

 

Creía que no habría nada peor que un apocalipsis alienígena, pero sí lo había: un apocalipsis alienígena con mi (¿ex?) jefa a la que había llamado de todo antes de que llegasen las naves. 

Durante los dos años y medio que habíamos trabajado juntas, Jimena se había dedicado a hablarme como si fuese una cría, pero en realidad solo era tres años mayor y se le notaba. Anda que si se le notaba.

Yo tampoco era ninguna experta en supervivencia, no voy a tirarme flores. De los tres primeros días apenas recuerdo nada. Sé que conseguí llamar a mi madre antes de que cayesen las líneas telefónicas; aquella semana se había ido al pueblo, a Burgos, a estar con mi abuela, y allí las noticias habían llegado antes que los aliens. También sé que sus palabras, su «ven conmigo, Lía, ven aquí» me ahogaban mientras dormía. Me llenaban la cabeza hasta ocuparla por completo y luego bajaban por mi garganta y la atascaban, impidiendo el paso del aire. 

De la familia de Jimena no sabíamos nada, por eso venía conmigo: estar con alguien que no soportabas era mejor que estar sola y, de una manera u otra, habíamos acabado escondiéndonos en el mismo sitio. Luego nos habíamos pasado unos quince días llorando hasta que se nos caían los mocos, ocultándonos bajo escombros, caminando sin rumbo y devorando cualquier resto de comida que nos encontrásemos en lugares que antes habían sido supermercados. 

Quería ir con mamá, ir allí, al pueblo de Burgos, pero encontrar el camino era difícil y recorrerlo, aún más. Pese a todo, eso estábamos intentando la tarde en que maté a un alien por primera vez.

Más o menos.

Habíamos visto a un par de ellos flotar a lo lejos, pero con la de tiempo que llevábamos escondidas esperábamos que ya se hubiesen ido. Yo me aferraba a una pistola de clavos que había encontrado hacía un par de días como si supiese defenderme con ella. De todas formas, ya no quedaba nada que arrasar: todo eran cimientos al aire y restos de vidas destrozadas. Intentaba no mirar mucho a los cadáveres con los que nos cruzábamos, la pena y el asco cada vez más entumecidos por la costumbre.

Estábamos escalando un montón de escombros cuando el pie se me escurrió en un hueco. Jimena me llamó, pero yo, que había bajado la vista, no dije nada. No me moví. No hice nada más que congelarme de terror y aceptar que estaba a punto de morir porque allí, junto a mi pie, una masa blanquecina, translúcida y viscosa había empezado a moverse.

Nunca había visto a uno de esos bichos esconderse. Se limitaban a flotar por encima de todo, con esos miembros largos (como de pulpo o de araña) y de apariencia blandengue, que luego arrasaban con todo cada vez que descendían a la tierra. Creía que su mero contacto me mataría, pero no lo hizo. Cuando emergió del suelo me elevé en el aire, con aquel cuerpo extraño pegado al mío, y luego ese sonido, una y otra vez. Chac, chac, chac. Tardé un momento en darme cuenta de que era la pistola de clavos, y mis manos las que la sujetaban. Caí al suelo. Los disparos, a quemarropa, lo habían atravesado y el bicho estaba inerte a mis pies. 

Lo había matado. Lo había matado, ¿no? El pensamiento se formó en mi cabeza muy lentamente. Con la capacidad de pensar llegó el espanto y retrocedí, arrastrándome por el suelo y cortándome la ropa y la piel con las piedras punzantes, pero sin apenas sentirlo. Me ardía la sangre. Estaba cegada de horror.

Tal vez por esa ceguera no me fijé en la bola de esquirlas azules que se aproximó reptando a Jimena, dejando un rastro húmedo que marcaba el camino desde sus pies hasta la herida que yo había abierto en el alienígena.

―¡Cuid…! ―intenté gritar, aunque apenas me encontraba la voz.

Llegué tarde. Aquella cosa, fuera lo que fuera, clavó una de sus espinas en el tobillo de Jimena y, con una velocidad casi fiera, se escurrió dentro. Solo chilló durante el tiempo que aquella cosa tardó en subir desde sus pies hasta su cabeza. Se le adivinaba bajo la piel y yo sentí ganas de vomitar.

Luego se desplomó. Escuché el golpe de su cabeza contra la piedra, seco, sin que ni siquiera su larga mata de pelo negro pudiese amortiguarlo y pensé que, si no la había matado ya aquella cosa, la habría matado el golpe. 

Pero se movió. Solo un poco, débil, pero lo suficiente como para que me lanzase hacia ella, ignorando la voz que me decía que me alejase de aquel bicho que se le había metido dentro. 

―Jimena. ―La llamé, cuando conseguí llegar a su lado―. Jimena, ¿estás bien?

Se irguió sobre un codo y me miró, el pelo negro haciéndole de cortina.

―No… 

―¿No? ¿Es la cabeza? ¿Te has cortado?

Intenté apartarle el pelo, pero ella se alejó de mi mano. Había algo en su forma de mirarme que no acababa de entender.

―No… ―repitió, con un hilillo de voz―. Estoy bien. Pero yo no soy…

Entendí lo que quería decir justo al mismo tiempo que sonó el primer golpe a lo lejos. Ella se puso en pie mucho más rápido que yo, estirando el cuello para ver a los dos alienígenas que se perfilaban en el horizonte, destrozándolo todo y avanzando hacia nosotras.

―Nos han visto ―siseó―. Vamos.

Y esa cosa que no era Jimena me agarró el brazo y tiró de mí para echar a correr. Ni siquiera me importaba que me tocase o a dónde me pudiese llevar. Si los otros nos habían visto, estábamos muertas. 

Aun así, el cuerpo es extraño. Por mucho que la mente sepa que ha llegado el final, el cuerpo lo intenta. El mío lo intentó. Las piernas iban solas, las manos en el suelo cada vez que tropezaba, los dientes mordiendo el aire, pidiendo solo un poco más, solo un poco más de vida. Solo un paso más. Los oídos chillaban ante los golpes. La carne entera se sacudía cuando el suelo temblaba. 

Solo un poco más.

Estaban detrás de nosotras.

Un latigazo ardiente me chocó en el gemelo justo antes de que nos tragase el suelo. Sabía que estaba oscuro, aunque yo solo veía blanco de puro dolor. 

―Rápido, no tardarán en abrir un agujero.

Todavía tardaría un rato en entender que la falsa Jimena nos había colado por una grieta entre los escombros a una especie de túneles estrechos. Seguía aferrada a mi brazo, guiándome, pero yo apenas notaba el contacto. Solo sentía el dolor lacerante en la pierna y el retumbar de la tierra en los oídos cada vez que los aliens la golpeaban para seguirnos dentro.

Los oí acercarse y esa muerte anticipada volvió a soplarme en la nuca. La pierna me dolía tanto que morir no me parecía tan mala idea.

Pero entonces mis ojos, ya acostumbrados a la oscuridad, vieron qué había estado buscando la que no era Jimena. Era más pequeña que las que había visto el Día Que Todo Empezó, pero aun así era inconfundible. Una nave. Una nave alienígena que pareció devorarnos cuando mi acompañante me arrastró dentro y cerró la puerta con un gruñido.

Seguía escuchando los golpes fuera, pero no podía más. Caí al suelo, que se adivinaba blanco excepto donde lo manchaba mi sangre, y cerré los ojos.

Pero la falsa Jimena tenía otros planes.

―Un último esfuerzo. Vamos, vamos. No puedo despegar esto sola. Levántate ―suplicó―. No quieres morir.

Y era cierto. No quería. Así que abrí los ojos y dejé que me arrastrase hasta una enorme pared blanca recubierta de cuadraditos que asemejaban baldosas. Ella me indicó qué botones apretar. Ella me estiró la pierna para que mi pie alcanzase uno más lejano. Ella hizo todo lo demás y, de alguna manera, ella arrancó la nave.

Yo solo sentí dolor y más dolor y, luego, nada. 

 

***

 

Decidimos que se llamaría Nova.

 Cuando desperté con la pierna vendada por la tela raída de la camisa de flores de Jimena, no era capaz de distinguir arriba y abajo. Ahora lo pienso y me siento un poco tonta: no había arriba y abajo. Solo había un cubo de paredes blancas y nosotras, flotando, en medio. Ella de espaldas a mí y yo con una especie de cuerda bajo los brazos para mantenerme en el sitio. 

Qué detalle, ¿no? Atarme para que no me fuese dando golpes por ahí como un peso muerto después de haber hecho que casi me matasen, haberme metido en una nave alienígena y haberme lanzado al puñetero espacio. Una de las cosas buenas que tenía mi tendencia al malhumor era que devoraba el miedo. Debería haber estado temblando de terror, pero temblaba de rabia y, cuando la llamé (con un «eh, tú»), sonó seco y envenenado.

Ese «eh, tú» fue lo que desató la discusión sobre su nombre. Ella me sugirió que la siguiese llamando Jimena y yo me negué rotundamente. 

Al principio me parecía espantoso llamarla por el nombre de mi ex jefa muerta. Porque no entendía mucho de lo que estaba pasando, pero entendía que Jimena estaba muerta; Nova misma me lo dijo: que existía en los limbos de vida, en cuerpos que estaban vivos y en mentes que no lo estaban. Habitaba en el cuerpo de Jimena igual que antes había habitado el cuerpo del alien escondido. 

No voy a mentir: los primeros días no se lo puse fácil. Tampoco voy a mentir por ella: sus dotes sociales no eran las ideales (una de las veces en las que, en una crisis dramática, dije que iba a perder la pierna, me respondió que «el lado positivo era que sin gravedad no lo notaría mucho»Luego se disculpó como treinta veces, pero ¿a quién se le ocurre?). Éramos la combinación perfecta para mi mal genio. Dos personas (no, personas no) que nunca deberían haber coincidido ni en tiempo ni en lugar, encerradas en un cuartucho blanco sin gravedad a la deriva en el espacio. 

Con el tiempo, sin embargo, la convivencia hizo lo suyo y mi negativa a llamarla Jimena cambió bastante de motivación. Nova era buena, mucho más que Jimena y sé que no debería hablar mal de una muerta, pero qué le voy a hacer si es cierto. No quería llamarla Jimena porque Nova se merecía otro nombre.

El nombre se le ocurrió a ella:

―Podría ser… Nova. Ya sabes, porque soy nueva aquí. ―Gesticuló hacia sí misma―. Y porque… vengo del espacio. Espacio, supernovas… Igual es una tontería.

Era tímida hasta el extremo. Se notaba a la legua que no era Jimena, por mucho que tuviese su misma melena azabache larguísima, y los ojos dorados y el lunar junto a la nariz. Nova era más suave, supongo. Era cálida y cuidadosa, y cuando me limpiaba la herida de la pierna siempre me hablaba para distraerme.

En la nave no había medicinas (ninguna que mi cuerpo pudiese soportar, al menos), pero sí había agua, mucha agua. Nova me contó que aquellas criaturas la usaban como combustible, por lo que la nave tenía una gran reserva, y que aquel era el motivo por el que les interesaba tanto la Tierra. Así que bebíamos su combustible y comíamos de un bote de masa parduzca que, según me explicó Nova, era algo así como su jabón, pero tenía una composición muy similar al melocotón terrestre.

Cuando por fin conseguí moverme sin que el dolor de la pierna me hiciese verlo todo blanco o vomitar (vomitar en el espacio es una experiencia que no recomiendo a nadie), estabilizamos la nave, que se había pasado a la deriva los ocho días que tardé en poder moverme. Ahora Nova era demasiado pequeña para poder pilotarla sola, con ese panel de control inmenso pensado para cuerpos de enormes tentáculos.

―Cuando estés recuperada, pondremos en marcha este cacharro ―me dijo un día, mientras me limpiaba las heridas―. Haré lo que tengo que hacer y, luego, volverás a casa. Te lo prometo.

A veces hablaba así, seria y con convicción, muy distinta a sus tartamudeos y disculpas habituales. 

―¿Y qué tienes que hacer?

Me echó un vistazo rápido, pero enseguida volvió a escapar con la mirada a otra parte y no dijo nada. Yo no pude evitar sonreír de medio lado.

―¿Desde cuando eres una chica con secretos?

―No soy una chica. ―Sabía que lo decía para desviar mi atención, pero en esta ocasión di mi brazo a torcer. 

―¿Y te parece bien que te hable en femenino? Hay más maneras, ¿sabes? Bastantes más. ¿Jimena sabía eso?

Normalmente no tenía que explicarle cosas a Nova: ocupaba el cerebro de Jimena y, aunque podía cuestionar sus pensamientos y opiniones, aprovechaba sus recuerdos y se creaba una imagen del mundo con ellos.

El caso es que Jimena no era la tía más inclusiva con la que había topado.

―Sabía que había distintas opciones. Ella, él, elle y esas cosas. Creía que era una tontería.

―¿Y qué crees tú?

Entonces sí que me miró a los ojos. Volvía a tener esa sonrisa cálida que empezaba a hacérseme familiar. 

―Yo creo que el género en sí es una tontería. Al menos para mí, quiero decir. No soy una chica, pero tampoco un chico, ni une chique, ni nada que vuestro cerebro pueda conceptualizar. El género en sí mismo… Yo no existo ahí.

Aun así, me pidió que siguiese tratándola en femenino porque ya se había acostumbrado. Así que yo seguí hablándole y pensándola así. Buena. Era buena. 

 

***

 

En teoría, Nova debería de haber llevado ventaja. Yo no sabía nada de ella, pero ella sabía todo lo que Jimena había sabido de mí. El único problemilla ahí era que yo había dedicado los últimos dos años a mentir a Jimena, porque era muy divertido.

Lo que tenía ella, desde luego, era más que contar. Mis historias eran algo así: «Fui quitando cosas del despacho de Jimena durante meses y, cuando le escondí la silla y me lo echó en cara, estuve a punto de convencerla de que nunca había tenido silla». Y las de Nova eran algo más como: «Los mismos aliens que invadieron tu planeta invadieron también el mío, mucho tiempo antes, no sé si alguno de los míos sigue vivo, y llevo saltando de cuerpo en cuerpo tanto tiempo que ni siquiera sé calcularlo».

Nova me hablaba del espacio. Me hablaba de cómo había sido su mundo y de los alienígenas que lo habían arrasado todo a su paso. Me describió cómo, aunque tuviesen cuerpos diferenciados y actuasen de manera individual, todos dependían de una mente colectiva que se alojaba en el cuerpo del líder.

―Por eso era tan difícil sobrevivir a ellos, aun pudiendo meternos en sus cuerpos. Están tan conectados… Si se fijaban en ti, sabían que no eras uno de ellos. Tenía que saltar de unos a otros constantemente y a veces tanto cambio hace que te pierdas a ti misma. ―Sus ojos se desenfocaban en el blanco de la sala―. El último de ellos que ocupé era… distinto. Importante. Sabía muchas cosas.

Desde que habíamos escapado en aquella nave, Nova y yo solo flotábamos. Flotábamos y hablábamos y dormíamos por turnos, abrazadas, para que la despierta sujetase a la dormida y que la otra pudiese descansar más a gusto.

Hacía un par de sueños (ya no sabía calcular los días) había llorado por primera vez. Mis lágrimas habían flotado a nuestro alrededor mientras yo me apretaba más a ella y sus manos me acariciaban el pelo. Había llorado porque mi madre seguía abajo, en la Tierra, y yo estaba en el espacio y todo me daba miedo. 

Llorar me había sentado bien. Sabía que había tardado tanto en hacerlo porque había tenido el cuerpo en tensión desde que había subido a aquella condenada nave y ni siquiera las lágrimas habían podido salir. Pero el tiempo había pasado, había conocido a Nova (conocerla de verdad) y ahora estaba menos enfadada y más asustada, y también más cómoda. Confiaba en ella y, al menos durante un rato, podía ceder a esa mano invisible que me apretaba todo el cuerpo, dejar de resistirme y llorar.

Creí que yo sabía lo bastante de Nova y que ella sabía lo bastante de mí, pero en ese momento entendí que no sabía lo más importante. Pasé días (semanas, ¿meses?) haciendo preguntas: «Entonces, ¿en tu mundo no existen los nombres?, ¿Cuántas especies distintas has ocupado?, ¿Me estás diciendo en serio que os comunicáis expulsando gas, como con pedos?» Y nunca se me había ocurrido preguntar por qué nos habíamos subido a esa nave ni a dónde íbamos. 

―Importante ―mascullé, repitiendo la palabra que ella había usado―. Importante como para saber dónde está la mente que lo controla todo.

No lo pregunté y ella no me miró cuando asintió. Estaba pálida y, así, casi podía adivinar cierto tono azulado bajo su piel.

―Llevaremos la nave hasta ellos. Tienen otra nave, una enorme, orbitando la Tierra. Será fácil, te lo prometo. El tío ese ―no objeté su decisión de usar «tío» para referirse a un alien― sabía muy bien cómo funciona la nave. Lo tengo todo aquí, en la cabeza. Puedo llegar al que los controla en dos saltos, creo. Un golpe en el sitio adecuado y adiós a todos esos bichos.

―Si matas al que los controla, ¿morirán todos? 

―Ajá.

―Pero tú estarás en el cuerpo de uno de ellos.

Sabía lo que significaba. El alien al que yo había matado había muerto despacio, lo suficiente como para que Nova saliese de él antes de morir también. Pero si no había cerca algún otro cuerpo vivo…

―¡Lía! ―exclamó ella, la preocupación brillando en sus ojos―. Dios, no tienes nada de lo que preocuparte. En el cuerpo de alguno de ellos, seré capaz de programar la nave para que vuelva a la Tierra por sí misma. La plantaré directamente en Burgos. ―Me sonrió―. No vas a quedarte aquí.

Temblé. No me podía creer que estuviese hablando en serio.

―No me refería a eso ―respondí, con la mandíbula tan apretada que dolía.

Ella frunció los labios en una línea tan fina que parecía desaparecer y luego se obligó a sonreír. Con tono sobreactuado, dijo:

―Venganza.

―No me hace gracia. 

No sé en qué momento le cogí la mano. Solo sé que, cuando le dije eso, se la apreté mucho y ella hizo una mueca, pero no me soltó.

―Ven conmigo.

Tiró de un asidero y nos impulsó por una de las pocas salidas que había en el cuarto blanco. Yo no había visto el resto de la nave; Nova había insistido en que lo mejor para mi pierna sería no moverla mucho. Pero ahora estaba casi curada y, por irracional que resulte, la habría seguido a cualquier parte.

Y de pronto estábamos allí. En una cúpula de cristal desde la que se podía ver todo, el universo entero. O, al menos, así me lo pareció. Vi la Tierra, pequeñita, la Luna, como si fuese una peca, y el Sol. Y vi a Nova, iluminada por unos rayos de luz que había olvidado, absorbida por el blanco clínico del cuartucho en el que llevaba semanas.

―He estado ahí fuera ya. He visto lo que tenía que ver. No me importa que se acabe aquí. 

―Estás… azul.

No debería haber dicho eso, pero mi fascinación habló por mí. Tenía la piel coloreada de cielo. Un tono suave, pero inconfundible.

―¡Lo siento! Me he despistado. Mi manera de controlar este cuerpo es distinta a la vuestra y a veces hago cosas que… Lo siento. Debe de ser raro para ti.

―No ―me apresuré a decir. Sí que lo era, pero en el mejor de los sentidos. No estaba azul. Era azul. Y me gustaba verla a ella―. Estás muy guapa.

Decir que enrojeció sería mentir. Se puso aún más azul y me hizo reír. No dijimos nada más durante un rato y nos quedamos mirando al infinito. El infinito más infinito que vería nunca. O al menos eso hice yo, porque, cuando me giré para mirarla, ella me estaba mirando a mí.

Siempre me he considerado guapa, le pese a quien le pese. A pesar de los kilos y las marcas del acné y los dientes un poco separados. O precisamente por todo eso. Me consideraba guapa, pero no la clase de guapa que puede hacer que dejes de mirar al espacio cuando lo tienes brillando alrededor.

―Tiene que haber otra manera, Nova. ¿De verdad no hay nada ahí fuera que aún quieras ver?

Lo pregunté en susurros, como si fuese un secreto o como si alzar la voz fuese a destrozar la manera en la que nos mirábamos. Ella me respondió en suspiros.

―Ahí fuera no. ―Tenía su mirada metida dentro, clavada en los huesos―. Pero puede que haya algo.

 

***

 

Tal vez nos estuviésemos arriesgando demasiado. Cuando dije que me gustaba fingir que era Anne Hathaway, hablaba de El diablo viste de Prada y no de Interestellar. Pero allí estábamos, pilotando una nave a través del espacio hacia otra nave llena de aliens invasores que habían destrozado quién sabe cuántos planetas. 

La pierna estaba casi curada, pero el miedo dolía incluso más. No entiendo muy bien cómo logré no desmayarme cuando nuestra nave alcanzó la suya, pero agradecí no hacerlo. Porque Nova me necesitaba, y yo a ella. 

Sabíamos que, una vez se abriesen las compuertas y pasásemos al otro lado, iríamos contra reloj. Era imposible que dos humanas atravesasen una nave repleta de aquellos monstruos y saliesen vivas, así que Nova debería ocupar sus cuerpos hasta llegar al líder y su cuerpo (el humano, que para mí hacía ya mucho que había dejado de ser de Jimena) solo aguantaría unos minutos sin ella en él. Así que debíamos matar a aquella mente común antes de que el cuerpo muriese y yo, que lo arrastraba a mis espaldas como malamente podía, no dejaba de ser una carga para Nova y su nuevo cuerpo, que debían protegerme del resto de alienígenas. Al menos allí sí había gravedad, como si quisiesen imitar a un planeta, aunque era demasiado pesada y parecía hundirme. 

Nova iba delante de mí. Cuando nos encontrábamos con alguno de ellos, daba un golpe rápido y, aprovechando el desconcierto, aquella bolita azul que era ella pasaba de un alien a otro, dejando un rastro de cuerpos tras de sí. 

Sus cálculos habían sido demasiado optimistas: tuvo que saltar más de dos veces. 

Yo hice lo que pude por no ser inútil. Me había llevado la única arma alienígena que podía manejar con dos brazos y que, no sin cierta gracia, me recordaba un poco a la pistola de clavos. Desde que nos internamos en los pasillos de la nave, no hice otra cosa que rezar a dioses en los que no creía y disparar. «Dios, por favor, dios… PUM… Nunca te he pedido nada, así que por esta… PUM… vez, podrías echarnos un cable. No quiero… PUM… perderla. No dejes que la pierda… PUM. PUM. PUM. Madre de nuestro señor, deja de… PUM… mandar bichos de estos».

Todos los pasillos se me antojaban iguales. Todos esos monstruos eran idénticos, todo el miedo era igual de cegador. Todo el cansancio era corrosivo. Todos los músculos de mi cuerpo ardían de cargar con el peso del cuerpo humano de Nova.

Había esperado que la mente que lo controlaba todo estuviese en un lugar especial, un alto trono en una sala enorme, conectada a un montón de tubos burbujeantes, tal vez. Pero estaba en un pasillo igual a todos los demás y él mismo era igual a todos los demás.

Le disparé.

No supe que era el que lo controlaba hasta que se desplomó y todos los demás lo hicieron también.

Yo caí al suelo; no había acertado de pleno y, en lugar de matarlo al instante, lo había dejado agónico. A nuestro alrededor, decenas ―puede que centenares― de largas patas blanquecinas se sacudían en todas direcciones, golpeándolo todo a su paso. 

Iban a destrozar la nave. Iban a matarme a mí. Iban a darme un golpe y a lanzarme lejos y no podría llevar el cuerpo de vuelta a Nova.

Nova. ¿Dónde estaba Nova? ¿Cuál de todas aquellas arañas de golpes ansiosos era ella? Busqué el azul por todas partes. Los golpes ensordecedores de los miembros lanzados contra las paredes me hacían cerrar los ojos, pero volvía a abrirlos y volvía a buscarla.

La vi surgir de uno de los monstruos como si naciese de él. A su alrededor, golpes y más golpes, golpes que podrían aplastarme el cráneo si me acertasen con aquellos latigazos desesperados. Pero me arrastré hacia allí igual, con su cuerpo bien enganchado, y la alcancé de puro milagro. 

Ni siquiera sabía si podía verme, falta de ojos como era. Le coloqué el cuerpo todo lo cerca que pude y, de una manera u otra, llegó a él. Los alienígenas dieron un último espasmo que lo sacudió todo. Y luego, la quietud más profunda del universo.

Habían muerto. No se movían.

Nova tampoco.

No alcanzaba a distinguir si respiraba y mis manos temblorosas no lograban encontrarle el pulso. La piel era rosada y pálida, sin azul en ningún rincón. La acuné y le lloré encima. Tal vez mis lágrimas pudiesen ser cachitos de mar que le metiesen el azul dentro. Pero no aparecía. 

Cogió el aire de golpe, casi como si quisiera gritar. Ahí sí que podría haberme desmayado, podría haber muerto de puro alivio. Nunca había sentido nada tan fuerte como ese alivio: ni el dolor, ni el miedo, ni la pena. Ese alivio era el sentimiento que habitaría para siempre, de tan grande que era.

Nova se aferró a mi cuello. Volvía a tener ese rubor azul que tanto me fascinaba, y reía. También lloraba. Entiendo que lo hiciese: lo habíamos logrado. Tarde para los suyos, pero lo habíamos logrado. Temblábamos tanto que ni conseguimos ponernos en pie.

Al cabo de un rato, se separó y me miró.

―Lo hemos logrado ―dijo, haciendo sonar ese pensamiento obsesivo que me había ocupado toda la cabeza. Yo solo alcancé a mirarla (más, más, tenía que mirarla más) y asentir. Hablaba apurada, como si no pudiese contener la voz ni la sonrisa―. Si estuviésemos en mi planeta, estaría soltando espinas alrededor de ti hasta quedarme sin ninguna.

Entonces fui yo quien rio.

―No tengo ni idea de lo que significa eso.

―Significa ―aclaró, aún temblorosa, pero con una nueva confianza en la voz― que estoy muy feliz de estar contigo. ¿Qué hacéis los humanos cuando queréis a alguien?

Oh, fíjate, sí podía dejar de temblar. Me quedé congelada un instante y luego, retomé todo ―el temblar, el respirar, el latir del corazón― mucho más acelerado que antes.

―Bueno, hay muchas formas de…

―Lía. ―Nova me cortó con un bufido divertido antes de que pudiese empezar a desvariar, sus manos apretando más la parte de atrás de mi cuello―. Sé lo que hacéis los humanos. Ahora, ¿puedes hacerlo de una vez?

Y claro que podía. Claro que podía besarla en medio de un montón de cadáveres de alienígenas, en una nave en medio del espacio. Claro que podía apretar sus mejillas azules con las manos y tirar de ella hacia mí.

Lo hice, y me prometí no soltarla nunca. Me la iba a llevar a Burgos. Se la iba a presentar a mi madre y a mi abuela, y todo el mundo vería que, al volver del espacio, me había llevado un pedazo del cielo azul.

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