Laura R. Rodríguez

Laura R. Rodríguez

Nacida en 1994 en Alicante, dueña de un mini zoo interactivo, le apasiona escribir sobre salud mental. Tras años cuidando a personas con autismo, su pareja le apoyó con la loca idea de cumplir su sueño: hacer sufrir a los protagonistas de sus libros. Puedes leerla en varias antologías de relatos, como son T.Errores: En el bosque ya estás muerto (2023), Fantaciencia (2022) y Los reinos secretos (2022). Autopublicó Hueca (2022), una novelette sobre la depresión y la saga Los caprichos de Eros (2022), esta última junto a su amiga Layla Corice. Además, tiene una novelette de horror cósmico con la editorial Malas Artes, titulada Voces desde el abismo (2023).

Me perdí en el interior de la colmena más grande que teníamos en la granja de la luna. Se suponía que tenía que entrar a coger las cajas de jalea, las cuales nos dejaban los zánganos en el inicio, separado en cajas de madera, pero, sin pretenderlo, me perdí por las suaves y melosas paredes. Era una imagen cautivadora, un laberinto de colores otoñales tan dulce y atractivo que hacía que quisieras seguir más y más.

El denso líquido me caía sobre los hombros, se me pegaban las botas en la cera del suelo. Debería de haber sido la señal que me dijera que no tenía que adentrarme más, pero no le hice caso.

Lo único que escuchaba era el constante zumbar de los especímenes de abeja que ahí guardábamos. Hasta la más pequeña de ellas, era tan grande como un niño crecido en la granja, curtido y rudo. Las más grandes, las que se movían por el techo, vigilándome, acechándome, eran tan grandes como una vaca lunar.

Por primera vez en mi vida, me arrepentí de ser aprendiz de apicultor en el espacio.

El calzado se me quedó atascado en la miel y yo caí de bruces contra el suelo. Las abejas se agitaron, escandalizadas por hundirme de esa forma en la jalea real. Debía de haber insultado a toda la colmena con mi torpeza y ahora ese fluido empapaba mi traje.

Como pude, y arrastrándome por la espesa charca, llegué al interior de una cueva. Debía ser uno de los paneles que usaban para dormir o eso creí hasta que vi el cadáver.

Con la mano fija en la pared, adherida por un reguero de pegajosa miel, señalaba unas palabras talladas en la cera.

Me acerqué lo suficiente como para distinguir la caligrafía y el grito que solté revolvió a la colmena entera.

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