María siempre ha sido una amante de la lectura. Es la ganadora de los “V Microduelos de sangre de Luminaria 2022”, “Concurso de relatos de los museos de Aragón 2022” y finalista de la 60ª edición “Coca-cola jóvenes talentos de relato corto”, entre otros. Actualmente, compagina los estudios con la escritura de su primera novela de fantasía, que espera algún día llegue a vuestras estanterías.
Capítulo Uno – El viajero
¿Qué es el tiempo? Para la mayoría de la gente, es simplemente una magnitud con la cual se mide la duración o separación entre los sucesos. Para otros tan solo es la cuenta atrás para nuestro inevitable final. Albert Einstein escribió “La única razón para la existencia del tiempo es que todo no ocurra al mismo tiempo” Lo único que había sido acordado era que el tiempo existía en tres formas: pasado, presente y futuro.
Que es lo único que está mal.
Hay otra forma de tiempo cuya existencia la mayor parte de la población desconoce. Hay una forma del tiempo en la que las tres, pasado, presente y futuro, trascurren a la vez. Así que, mientras tú esperas a que tu futura esposa en el altar, el tiempo está reviviendo aquella vez en cuarto de primaria cuando los pantalones se te rompieron delante de todo el mundo.
Estos ciclos infinitos son lo que mantiene el tiempo estable, casi imperturbable. Pero raramente, algo que cambia en el pasado altera el presente. Tomemos como ejemplo a este niño corriendo por la decimoséptima avenida de Rochester, Michigan, en la tarde del cuatro de julio de 1977. Acaba de comprarse un helado y está volviendo a casa para ver los fuegos artificiales. Lo que ignora, es que en el anterior ciclo caminaba por la decimoctava avenida, y por este motivo, se tropieza y la bola de helado de vainilla acaba en el suelo.
Este ligero cambio en el desarrollo de los eventos tiene un impacto en el futuro, tu presente. El hecho de que al niño se le caiga el helado hace que la pelota que la chica andando al lado tuyo iba botando desaparezca repentinamente. Tú no te diste cuenta y seguiste caminando. Ella probablemente pensó que había rodado debajo de un coche y no le dio más importancia. Y así es como debería ser.
En menos ocasiones, el futuro tiene un impacto en el pasado. El hecho de que tu vecino decidiera ponerse hoy una camisa azul en vez de la blanca que había elegido en todos los ciclos anteriores hace que el perro del niño sobre el que hablábamos anteriormente ya no sea un Golden Retriever, sino un Pastor Alemán.
Yo tenía seis años cuando conocí por primera vez al Viajero. Era un miembro de la OIST - Organización Internacional por la Seguridad del Tiempo. Era una organización tan antigua que la gente había olvidado que existía. Pero sus miembros preferían que eso fuera así, ya que, si su existencia fuera pública, la gente intentaría alterar su modo de vida para ver si eso cambia algo. Su trabajo era simple: observar esos ciclos una y otra vez desde un lugar fuera del tiempo y el espacio. Solo intervenían si era estrictamente necesario.
Como ya he dicho, yo tenía seis años cuando conocí al Viajero, y él, bueno, él estaba a punto de cumplir 678.
***
Mis padres fueron asesinados cuando yo tenía cinco años. Habiendo crecido leyendo los libros de Sir Arthur Conan Doyle, mi padre se convirtió en un prestigioso escritor de novelas policiacas. Era capaz de encontrar al malo en un libro en segundos. Una pena que nunca nadie hiciera lo mismo por él.
Mi madre era costurera. Hacía las prendas más bonitas con las telas más humildes, remendaba las rodillas de mis pantalones sin dejar rastro de que alguna vez estuvieron rotos. Me entristece que nadie bordara un bonito final para su vida.
Como resultado, acabé en el Hogar para Niños de la Señora Harris. Para mí, la señora Harris era la mujer más fuerte de la ciudad de Londres en 1959. Cuando eres huérfano, todo el mundo te mira con pena en los ojos y murmuran cosas, pensando que no los oyes. Pero ella no era así, era diferente a cualquier otra mujer que jamás hubiera conocido. Nunca se casó y nunca tuvo hijos. En su lugar, compró un terreno en el centro de la urbe y se hizo cargo de una docena de causas perdidas.
Los estragos de la segunda guerra mundial todavía eran visibles en los edificios y en la actitud de la gente. No había suficiente dinero para criar a doce críos, al menos ella lo intentaba.
Pero una tarde, todos desaparecieron.
Un segundo estábamos jugando en el patio, y al siguiente no había nadie conmigo.
Esperé durante días sentado en la escalinata de entrada a que alguien viniera, pero nadie vino. Y un día, el orfanato ya no estaba allí. Me desperté tumbado en el suelo, con cables y tuberías a mi alrededor, pero las paredes, las camas, el techo, no estaban.
En ese momento, llegó él. Bajito, viejo y vistiendo un traje negro, pensé que era la muerte que por fin estaba viniendo a por mí. Sabía lo que él estaba pensando. Mis pantalones debían ser cortos, pero no tanto. Con la camisa por fuera de la cinturilla de los pantalones y la vieja chaqueta de tweed debía parecer un niño indigente.
Por fuera podía parecer un niño duro, pero estaba asustado. Siempre había sido solitario, pero tener gente a mi alrededor me calmaba. Estaba enfadado y triste, pero, sobre todo, asustado. Me levanté despacio y cogí su mano.
No sé qué hizo a continuación, pero de repente estábamos en una habitación de paredes recubiertas de madera. Me dijo que me sentara en el sofá, al lado de otra niña. Debía de tener unos cinco años más que yo. Era alta para su edad y tenía el pelo largo, rubio y liso. Sus ojos grises se movían a gran velocidad, examinándome. Lo primero que pensé es que vestía de una manera extraña. Llevaba unas medias rosas de tela fina y un jersey gris con capucha que parecía abrigar.
El hombre nos dejó allí y mantuvimos el silencio unos minutos.
Volvimos al silencio, hasta que ella dijo:
La miré sin saber qué responder. De donde yo venía, los niños no debían hacerse amigos. Debían esperar en silencio hasta que los adultos terminaran lo que estuvieran haciendo. Además, ella parecía ser de una buena familia, y yo era solo un huérfano.
Pero todo había cambiado en los últimos días, así que respondí:
Justo después el hombre volvió a entrar en la habitación.
Sacudimos nuestras cabezas adelante y atrás.
Asentí.
Nos miramos anonadados, esperando a que alguno de los dos se corrigiera.
Procedió a iniciar un monólogo de más de una hora sobre cuál era nuestro destino, de lo especiales que éramos. Resumiendo, nos dijo que había un hombre muy malo al que llamaban el Desvanecedor porque hacía que las cosas se desvanecieran tan rápido que era prácticamente imparable. Y que nosotros éramos los únicos niños que pudieron rescatar antes de que los años en los que vivíamos desaparecieran.
Cualquier adulto hubiera puesto en duda sus palabras, pero nosotros éramos niños y nos había pintado un cuadro en el que éramos los últimos supervivientes de lo causado por un malvado villano.
Ese fue mi último día como un niño normal. Porque al siguiente, empezó nuestro entrenamiento. No sabíamos para qué lo hacía, pero él insistía en que entrenáramos mente y cuerpo.
Una vez. cuando tenía ocho años, me llevó al bosque. Tras un largo rato caminando, paró y abrió su mochila, llena de brújulas, mapas y GPS.
Justo después, los tiró al río.
Miré dentro de mi mochila. Tenía otra brújula, pero enseguida me la quitó y la lanzó al agua. Quitando eso, solo tenía otra chaqueta y una botella de agua de un litro.
Cuatro horas después estábamos entrando a casa.
El entrenamiento de Nalah era diferente. Casi nunca salía de casa y pasaba la mayor parte del tiempo en la biblioteca. Hubo un tiempo en el que ni siquiera salía de su habitación. Nunca me dijo por qué, y ella pensaba que yo no lo sabía, pero no era así.
Fue unos meses después de que nos conociéramos. Escuché una conversación que fue el desencadenante de ese periodo.
Era uno de esos extraños días en los que teníamos invitados. Dos hombres trajeados vinieron a hablar con el Viajero. Escondido tras la puerta, presté atención a lo que decían.
Corrí lejos de la puerta segundos antes de que el Viajero saliera. Volvió unos minutos después con Nalah, y tras hablar un rato con la puerta cerrada, los dos hombres y mi reciente amiga regresaron al pasillo.
Cuando Nalah volvió, solo un hombre la acompañaba. Pasé corriendo por su lado, jugando. Mi pelo estaba revuelto y me tapaba los ojos parcialmente; las mangas de la camisa desabotonadas aleteando alrededor de mis brazos.
Solo me vio durante unos segundos, pero en cuanto doblé la esquina, se giró hacia el hombre y le dijo:
Nalah sacudió asintió determinadamente.
Nunca hablamos de lo que pasó durante esas dos semanas ni en las dos siguientes, durante las cuales apenas la vi. Lo único que me importa es que ella podría haberse olvidado de todo y esperar a que su familia reapareciera, pero se quedó por mí.
Capítulo 2 – El dilema de la salvación del tiempo.
Estaba subido sobre diecisiete cajas y estaba a punto de colocar la dieciocho.
Los espejos que cubrían las paredes me devolvían el reflejo de mi cuerpo desde todos los ángulos: alto, delgado, pálido, el pelo negro azabache. Aunque hubieran pasado varios años, mis ojos azules seguían siendo audaces como el primer día.
No llevaba ni casco ni cuerda de seguridad, porque, en las palabras del propio Viajero, “No caerse es un mejor incentivo para aprender que solo estudiar”
En pocos minutos, bajé de las cajas y me coloqué junto al Viajero, que ahora era más de una cabeza más bajo que yo. Al contrario que Nalah y yo, él seguía exactamente igual que cuando le conocimos.
El Viajero no era el mejor dando explicaciones. Simplemente te convocaba o te llevaba a algún sitio y después ibas averiguando que debías hacer allí. Se acercó a mí, olisqueó mi camiseta y arrugó la nariz. Se colocó bien los gemelos de las mangas y caminó hacia la puerta de la sala.
Le hice caso. Aún con el pelo mojado, salí de mi habitación hacia su despacho. En el amplio pasillo central de la casa, me crucé con Nalah, que llevaba un montón de libros contra el pecho. Parecía ir con prisa, pero se detuvo y me sonrió.
Me miró de arriba abajo, realizando un escrutinio de mi aspecto, como siempre.
Miré mi reloj de pulsera, era justo la hora a la que había quedado con el Viajero. Me despedí rápidamente de Nalah y caminé rápidamente, haciendo uso de los pasadizos y atajos que había ido encontrando durante los años que había estado allí. Por suerte, cuando llamé a la puerta de la oficina y entré, todavía no hay nadie allí.
Era una sala casi completamente cuadrada. Las paredes de los lados estaban forradas de estanterías que iban desde el techo hasta el suelo. Un amplio ventanal ocupaba la pared situada en frente de la puerta y el sol reflejaba las partículas de polvo desprendidas por los viejos lomos de los libros. Una alfombra verde oscura ocupaba la zona central de la habitación y sobre la cual había un robusto escritorio de roble. Había un par de sillas frente a él y una pizarra blanca para rotuladores.
Me senté en uno de los butacones forrados de terciopelo verde y recorrí con el dedo el intrincado diseño tallado en la madera de los reposabrazos. Como siempre, el Viajero apreció silencioso y sin avisar. Se sentó en la silla de cuero marrón que había tras la mesa y junto las manos bajo su barbilla. Parecía preocupado, algo poco común en él.
Esperé a que continuara hablando, a que dijera algo más, pero simplemente se quedó en silencio.
No sabía hacia donde estaba yendo la conversación. Siempre que le habíamos preguntado por el tema cuando éramos niños, nos había respondido con evasivas. Con el paso de los años, dejamos de preguntar. Aceptamos que simplemente estábamos allí porque no existía otro lugar en el que podríamos estar.
Nunca lo había visto tan serio. Me revolví en mi silla incómodo. No sabía si era mejor dejarle hablar o formularle todas las preguntas que se habían acumulado en un rincón de mi mente conforme iba pasando el tiempo. El tiempo que nunca transcurría en aquel lugar.
Se masajeó las sienes con los dedos e inspiró profundamente. Tenía la cabeza tan pegada al pecho que resultaba difícil escucharle. Subí los pies al resquicio de la silla y rodeé mis rodillas con los brazos.
>> Pero jugar a ser Dios nunca sale bien. Al principio lograron crear una fuerza que era capaz de borrar aquellos sucesos sin dejar rastro. La utilizaron un par de veces para borrar partes de guerras, epidemias y hambrunas. Al ver cómo el tiempo se recuperaba, comenzaron a hacerlo más a menudo, en situaciones menos necesarias. Borraron accidentes de coche, elecciones. Cada vez que era utilizada, la fuerza se hacía más grande y fuerte, más difícil de controlar. El error final fue cuando intentaron borrar a la primera persona. Por el bien del tiempo, si es que alguna vez llega a recomponerse, no puedo decirte quien era. Sólo que era un hombre que, a sus 29 años, había conseguido reducir la longevidad de los ciclos en más del triple de su edad. Sobre el papel, era posiblemente el plan más fácil que habíamos ideado. Nadie esperó que saliera tan mal.
>>En vez de destruir al hombre, la Fuerza se metió dentro de él. Le poseyó. Le hizo indestructible. Mató a 172 miembros de la sociedad prácticamente sin moverse, reduciéndolos a un montón de cenizas. En la central se desató el caos. No hacían más que llamar para pedir refuerzos. Llegó un momento en el que solo quedábamos nosotros, los novatos. Cuando llegamos allí ya no había nada que hacer. Pensábamos que iba a acabar con nosotros. Para nuestra sorpresa, fue él el que desapareció primero. El hombre comenzó a convulsionar. Un líquido negro salía de sus ojos, orejas y nariz. Cayó al suelo mientras aquella sustancia viscosa seguía saliendo de él. Fue la primera vez que vimos las capacidades del Desvanecedor. Por allí por donde pasaban aquellos ríos negros se creaba un vacío tan absoluto y difícil de describir con palabras que nunca llegarías a imaginártelo sin verlo. Alcanzó a uno de los nuestros directamente y con apenas rozarlo le hizo desaparecer.
>>Huimos. Era la única escapatoria posible. Perdimos su rastro. Y cuando por fin lo encontramos de nuevo, todo nos llevaba hasta ti. Todo el mal que había causado, todo lo que había destrozado, todo nos llevaba de vuelta hasta un niño. Huérfano e indefenso. Se hizo una votación sobre cuál era la manera adecuada de proceder. El resultado fue que lo mejor era acabar contigo. Volver a un punto en el que supiéramos con certeza que el Desvanecedor se encontrara de ti y hacer que nunca más volviera a salir. La última prueba de que el Desvanecedor se encontraba dentro de ti la encontramos en 16 de octubre de 1959.
>>Para cuando hubieron planificado dónde y cuándo atacarte, el corto lapso de tiempo en el que habías existido había sido devorado por el Desvanecedor. Sólo quedaba una pequeña isla en ese periodo, una creada por ti. Tu simple presencia en ella hacía que despareciera más lentamente. Ellos creían que no merecía la pena ir a buscarte si ya no Lo tenías dentro. Les convencí de que debía ir por ti cuando sugerí que tal vez eras la solución. Que, si ya lo habías tenido una vez dentro, tal vez podrías deshacer lo que había hecho o por lo menos contenerlo para siempre. Pero, aunque te rescatáramos y te preparáramos para encontrarte con él, seguíamos perdiendo. Seguía habiendo algo que fallaba. Mientras tanto, tratábamos de salvar a tantas personas como podíamos.
>>Entonces es cuando la encontramos a ella. Parecía que lo único que nos hacía tener alguna posibilidad contra Él era que ella estuviera con nosotros. Tuvimos suerte. El año en el que vivía había sido eliminado, pero ella se encontraba en Las Colonias, el lugar donde habíamos llevado a los rescatados. Eran poco más que cien personas y no había muchos niños, así que no fue difícil encontrarla. En cuanto os conocisteis, los posibles finales en los que ganábamos aumentaron.
Se quedó mirando fijamente a un punto en su escritorio y se crujió los nudillos.
Esa fue la gota que colmó el vaso. Me levanté con tanta intensidad que la silla cayó detrás de mí. Incapaz de controlar mi ira más, dejé que tomara las riendas.
Sin decir una palabra más, me levanté y comencé a caminar hacia la puerta. El Viajero se había puesto de pie y agarraba los bordes del escritorio con tanta fuerza que sus nudillos se habían puesto blancos. Casi podía notar la frustración en su voz. Pero yo no tenía más ganas de luchar. Estaba cansado de todo. De las mentiras, de los entrenamientos, de no saber que estaba pasando. Ni siquiera se iba a dignar a darme la oportunidad de decidir por mí mismo si quería o no participar en aquello. Aunque, a decir verdad, nunca habían tenido la oportunidad de elegir realmente sus destinos.
Ya no esperé a que dijera algo más. De repente todos los pasillos me resultaban claustrofóbicos, más estrechos, más como los barrotes de una cárcel que me alejaban cada vez más de la realidad. Estaba a punto de llegar a mi habitación cuando un hombre trajeado estuvo a centímetros de arrollarme. Solo dijo una frase antes de seguir corriendo.
Capítulo 3 – Si luchar no es tan solo una opción.
Nalah. Fue lo primero que pensé cuando le oí pronunciar aquellas palabras. Tenía que avisar a Nalah. Corrí tan rápido como pude hasta su habitación solo para darme cuenta segundos antes de abrir su puerta de que probablemente no estaría allí.
La biblioteca estaba justo en la otra punta del edificio, pero me las apañé para llegar en dos minutos atajando por la cocina y el laboratorio. Por el camino me crucé con más hombres trajeados. No tenía ni idea de dónde habían salido, la casa siempre parecía estar vacía.
Empujé con las dos manos la puerta doble de la biblioteca. Era una estancia de dos alturas cubierta de libros escritos y por escribir que se apilaban hasta en el techo. Era preciosa, pero en ese momento no tenía tiempo de admirar su arquitectura. Nalah estaba sentada en una de las mesas del fondo, oculta tras una montaña de libros y con una lámpara a cada lado.
Dio un pequeño bote cuando le agarré el hombro. No tenía tiempo para darle explicaciones, así que simplemente le dije:
Se levantó y me cogió de la mano mientras yo aceleraba el paso hacia la salida. Me preguntó a dónde íbamos, pero no supe responderle. Solamente corría en la misma dirección en la que había visto ir a los hombres trajeados. Si de algo me había percatado en la última hora era de que se les daba muy bien esconderse y protegerse a sí mismos. Así que a dónde ellos hubieran ido, ese sería el lugar más seguro al que ir.
Comenzamos a ir por unos pasillos que iban cada vez más abajo. Metros y metros de suelo cada vez más inclinado que terminaban en una puerta de metal. La cerradura era de metal y giratoria, como la de un submarino. Hizo falta la fuerza de los dos para abrirla.
Dentro había una docena de hombres, todos vestidos con traje, apuntándonos con pistolas de todos los tamaños imaginables. Sin pensarlo dos veces, me coloqué delante de Nalah y levanté las manos.
Todos bajaron las armas a la vez y el sonido de los seguros rebotó en las paredes. Aquel lugar parecía una habitación del pánico. Las paredes eran completamente blancas y el techo abovedado. Había baldas de metal sobre las cuales había comida enlatada, bidones de agua, mantas y más armas. Ninguno de los dos habíamos estado allí nunca ni sabíamos de la existencia de aquella habitación.
Uno de los hombres de la sala, que tenía un aspecto bastante parecido al del Viajero, dio un paso hacia delante. El sudor caía por sus sienes y llevaba un rifle de asalto a la espalda.
Nalah negó con la cabeza, pero yo asentí. El Viajero me llevaba por lo menos una vez a la semana al patio trasero y disparábamos a latas, ahora entendía por qué. La mujer cogió una pistola del calibre .44 de una de las estanterías, la cargó, bajó el seguro y me la entregó con la culata hacia mí.
El Viajero. Fue entonces cuando me di cuenta de que no estaba en la habitación. Miré a mi alrededor para cerciorarme de que no se encontraba allí y le pregunté a Nalah en el oído si ella lo había visto. Abrió los ojos completamente; ella tampoco se había dado cuenta.
Nadie contestó. Actuaban como sin la palabra “Viajero” no significara nada para ellos.
Miré hacia la puerta, que habían vuelto a cerrar tras nuestra entrada. Nalah siguió la dirección de mi mirada y luego clavó sus ojos del color de las nubes de tormenta en mí.
Abrí la puerta lo justo para poder salir. Aquel pasillo, apenas iluminado y casi vertical, parecía la salida del infierno. Tenía la sensación de que nunca iba a acabar, pero llegó un momento en el que un giro a la derecha me indicó que ya estábamos sobre el nivel del suelo. Tardé unos segundos en orientarme. Aquella casa era enorme y todos los pasillos eran prácticamente iguales.
Subí las escaleras de caracol que llevaban al segundo piso y luego por las que llevaban al tercero. Arrastré la mano por el papel pintado mientras recuperaba el aliento. Un par de puertas más allá estaba el despacho, la última esperanza de encontrar al Viajero.
La puerta estaba abierta completamente. Me acerqué despacio, intentando no hacer ruido. La silla seguía en el suelo, justo donde yo la había tirado. Ese fue el primer signo de que lago iba mal. Por si acaso, saqué la pistola, que había guardado en la espalda. La empuñé con el cañón hacia abajo, como el Viajero me había enseñado.
El pulso comenzó a temblarme al ver lo que sucedía dentro. El Desvanecedor tenía el mismo aspecto que cualquiera de los miembros que había en el sótano, pero con tan solo verlo podías decir que era diferente. Que había algo malo en él. Simplemente parecía que estuviera fuera de lugar. Te hacía sentir miedo, como si estuvieras viendo tus peores pesadillas.
Tenía sujeto al Viajero por el cuello, y tan solo con una mano lo estaba elevando treinta centímetros en el aire. La cara del viajero se iba tornando morada mientras se esforzaba por encontrar desesperadamente aire que respirar. Sus manos intentaban separar los dedos que se cerraban alrededor de su garganta como garras.
Entonces, el Desvanecedor abrió la boca. Una sustancia negra que parecía tener vida propia salió por ella, tan solo un fino hilo viscoso que se introdujo por la garganta del Viajero. Lo dejó caer al suelo y clavó sus ojos, completamente negros, en los míos. Sonrió enseñándome todos los dientes, girando el cuello de una manera inhumana.
No podía soportarle más. Me lancé hacia él con el puño en alto, enfocado hacia su mandíbula. Cogió mi puño sin apenas esforzarse, retorció mi muñeca hacia detrás y me lanzó al suelo. Me levanté de un salto y levanté mi guardia.
Eso hizo que me enfureciera más. Intenté derribarle con una patada baja, pero utilizó su pie para hacerme perder el equilibrio. Volví a caer y el me asestó una patada en las costillas que me propulsó contra una de las estanterías. Varios libros cayeron encima de mí y me protegí la cabeza con los brazos.
Se rio de una manera aguda y estridente. Cerró los ojos por un segundo, el tiempo que necesitaba para coger uno de los libros y lanzarlo contra su nariz. Puede que Él fuera invencible, pero el cuerpo que estaba utilizando seguía siendo humano. Comenzó a sangrarle por los dos orificios a la vez y se cubrió la nariz con ambas manos. Aproveché esa ventaja para arrastrarme hasta el otro lado de la habitación, donde estaba el viajero.
Me arrodillé junto a su cabeza y apoyé su nuca en mi pierna. Todas sus venas eran ahora abultadas y negras, como si fueran recorridas por veneno. La piel en algunos puntos estaba tornándose verde o morada. Hizo un gesto con la mano para que acercara mi oreja a su boca.
La imposible de ignorar risa del Desvanecedor interrumpió el frágil hilo de sus palabras.
Antes de que pudiera decir nada, salió corriendo por la puerta. Miré de nuevo al Viajero, cuya cabeza todavía reposaba en mi regazo.
Retiré mi pierna despacio y su coronilla se sujetó sobre la alfombra débilmente. Oí cómo exhalaba su último aliento mientras me alejaba. Y así, tan repentinamente como él había llegado a mi vida, se fue. Me tragué mis emociones y salí tan rápido de aquel despacho como si el suelo estuviera en llamas.
***
Cuando abrí los ojos, estaba tumbado boca arriba sobre el vasto suelo de cemento que llevaba hasta aquel húmedo sótano excavado a al menos diez o veinte metros bajo tierra. Enfoqué la vista para encontrar a Nalah sobre mí, comprobando mi pulso.
De un salto, se levantó y me ayudó a incorporarme. Notaba la garganta extrañamente cerrada. Tosí e inhalé profundamente un par de veces. El resto de los miembros de la OIST formaba un círculo a mi alrededor y me miraban como si fuera un bicho raro. Intenté recordar lo que había pasado, pero mi último recuerdo era haber bajado corriendo tras el Desvanecedor.
Pero ahora no parecía haber ningún rastro de él. Giré la cabeza para comprobar mi sospecha. Los otros viajeros parecían apartarse de mí en cuanto mis ojos se acercaban mínimamente a ellos. Haciendo una mueca de dolor, me puse en pie y sacudí el polvo de mis pantalones.
Señaló el suelo tras ella. Por algún motivo, me dolía todo el cuerpo. Caminar los escasos pasos necesarios para poder ver lo que señalaba me costó casi un minuto entero.
Allí, escrito con letras gruesas e irregulares de la misma masa viscosa que le componía, estaban escritas dos frases. Siete palabras. Veinticinco letras que se grabarían en mi cerebro para siempre.
“ESTO NO SE HA ACABADO. TE ESPERO”
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