Nacida en Santo Domingo y criada en Zaragoza, combina el encanto de dos mundos en sus obras. Como estudiante de Derecho y ADE y amante de todo tipo de forma artística, su mente inquieta encuentra inspiración en los más recónditos rincones, Con Adeline (2017) y otras historias escondidas en su baúl creativo, se aventura en el mundo de la escritura con pasión y promesa. Ha escrito artículos publicados en Aragón digital en defensa de la propiedad intelectual y de los pequeños artistas. También es parte del Colectivo Z, asociación que celebra la creación, fomento y difusión del arte en todas sus formas. Como escritora novel, Yeimy D. Lebron está lista para cautivar con su voz contundente y su amor por las palabras.
CAPÍTULO 1:
Deirdre, Deirdre, Deirdre
El día en que Estela y Marzia se conocieron, Marzia estaba segura de que Estela la odiaba.
Fue hace dos años, durante su primer semestre en Heathrow, en aquella fiesta que Jackie había organizado con las chicas de su residencia. No debería haberse molestado en ir, pero en su defensa debía decir que era octubre, y aún no había conseguido engañar a nadie para que fuese su amiga. Eran Jackie y ella, ella y Jackie contra el mundo. Pero esta Jackie no se parecía en lo más mínimo a la Jackie que ella conocía desde que tenían trece años.
El verano antes de la universidad Jackie perdió veinticinco kilos, se tiñó el pelo del rubio más claro que tenían en la peluquería y aprendió a maquillarse con videos de Youtube. Su madre estaba encantada con su cambio de imagen. Ahora podía decir con pleno orgullo, que su hija se parecía a ella. Pero Jackie siempre había sido guapa a los ojos de Marzia, con sus hermosos ojos azules del tono del cielo soleado y la sonrisa más sincera de este planeta.
Esa noche habían empezado a beber antes de que Marzia llegara. Jackie llevaba tantas copas encima que apenas podía recordar que la había invitado. Por lo que se quedó sola en un rincón bebiendo en silencio, y fumando la maría que le ofrecían. En algún momento de la noche, una amazona con piernas interminables, melena castaña y ojos oscuros llego a su lado. La miró desde arriba, como si fuera una insignificante hormiga y empezó a preguntarle cosas que no sabía cómo contestar, por lo que simplemente negó con la cabeza hasta que ella arrugó las cejas y se fue de mal humor. Después de infructuosamente tratar de encontrar a Jackie por tercera vez, pidió un taxi del servicio universitario y se fue a
casa, con total seguridad de que había metido la pata con aquella chica.
Durante aproximadamente un mes, cada vez que quedaba con Jackie en su residencia, evitaba a Estela, por miedo de que dijera una tontería, o peor, no dijera nada.
Lo curioso de todo es que Estela también pensaba que ella la odiaba. Tal vez era que ambas tenían ese tipo de caras que no gustan a la gente de buenas a primeras. Tal vez eran las cejas gruesas, o las facciones oscuras en contraste con la palidez de su piel. O tal vez era porque su timidez se confundía con hostilidad.
Todo el mundo tenía miedo de Estela cuando la conocían, excepto Diane. Diane no le tenía miedo a nadie. La noche me tiene miedo a mí, solía decir ella, pero a pesar de esto, siempre conseguía que algún idiota la acompañara allí donde ella quisiera. Lo cierto es que Diane siempre conseguía lo que quería de todos, incluso de ellas.
Marzia no tenía muchas ganas de salir, pero Diane se había empeñado en que lo hicieran. Estela estaba ocupada preparando unos informes para su clase de química inorgánica por lo que serían solo ellas dos. Marzia se puso los botines con tacón más altos que tenía,después de todo, sabía que Diane llegaría con sus hermosas plataformas de Prada.
Era la más pequeña de las tres, era evidente, pero tampoco quería parecer diminuta en comparación con su amiga.
Estela abandonó sus informes un instante para ayudarla con el eyeliner de su ojo izquierdo, y como no consiguieron igualarlo al derecho, lo borraron y rehicieron tantas veces que los bordes de sus ojos adquirieron un tono rojizo por la irritación.
La falda que se puso era vaquera, corta y asfixiante. Cada movimiento parecía aquel de un títere. Se echó por encima una camisa negra de tirantes de seda y se sacó el sujetador que le estaba dando pesadillas desde que se lo puso. La camisa estaba cortada de una forma tan extraña que no podía llevar ningún tipo de sujetador, sólo esos cubre pezones que vendían en la tienda de lencería, pero eso no le importaba mucho, era delgada, y su pecho era pequeño y no colgaba demasiado, así que a nadie le parecería indigno que saliera así de casa. Estar delgada estaba de moda, decía la gente, como si el cuerpo femenino debiera tener ese tratamiento consumista y superficial.
Diane lucía despampanante. De una forma naturalmente fabricada que solo ella podía conseguir que quedara bien. Llevaba un vestido blanco sin tirantes que caía como agua sobre la mitad de muslo, haciendo contraste con su brillante piel oscura repleta de una sutil brillantina dorada. Estaba claro que tampoco llevaba sujetador, pero a diferencia de Marzia, la gente claramente podía darse cuenta, sin embargo, ella también podía salirse con la suya con aquello.
Diane era bonita de una manera aterradora. A primera vista cuando veías a Diane veías a una chica linda, elegante e impoluta, pero era cuando hablaba que podías quedar embelesado por ella, por sus palabras, por la manera en la que jugueteaba con su pelo, por la forma en que sus ojos se apretaban de una manera similar a la de un zorro, astuta, audaz. Ella esperaba un segundo o dos, para que asintieras a lo que estaba diciendo. Y funcionaba. Todo lo que decía Diane sonaba idóneo en cada ocasión, era como una segunda voz que salía de tus propios huesos.
Su taxi se había quedado en un atasco en la hora punta de la fiesta. Delante de ellas, los coches no cedían. Tras diez minutos, nadie se movió.
—Me estoy agobiando – Dijo Marzia prácticamente arrancando el cinturón de su pecho.
–Vamos andando.
Diane negó.
—Entonces nos vemos allí.
No hubo tiempo para que discutiera su decisión pues en un instante, había tocado tierra y ya había echado a andar. Diane no se molestaría en detenerla. Probablemente estaría rezando para que el taxi avanzara para llegar antes que ella. Secretamente, todo era una competición para Diane y estaba acostumbrada a ganar, pero Marzia estaba acostumbrada a caminar. Y así, caminó, hasta que empezó a perder el aliento y su ropa se humedeció por el calor sofocante de Cambridge. El tráfico comenzó a ceder paulatinamente. Y el taxi de Diane le pasó a cámara lenta. Ella sacó la cabeza por la ventanilla y, mientras hablaba y reía por teléfono, le hizo un gesto para que subiera.
Marzia sacudió la cabeza.
—Tú te lo pierdes - dijo haciendo una L con los dedos posicionándolos delante de su
frente - Palurda.
Para el momento en el que Marzia consiguió llegar, los chorros de sudor se escurrían por su espalda y podía olerse, completamente, sin el aroma apaciguador del desodorante. Ella en todo su esplendor. Rezaba por no lucir como se sentía, como un chihuahua mojado, el peor tipo de perro mojado.
Diane se encontraba en la barra de la primera planta de la discoteca, hablando de cerca con el Bartender, sus codos apoyados en la superficie y sus dedos jugueteando con un mechón largo. Sus labios se decoraron con una sonrisa en cuanto una copa llegó a ella.
— ¡Diane!
— ¡Por fin llegas! toma esto – Dijo ofreciéndole su copa. En un segundo, Diane había alcanzado un par de servilletas de la barra y dando suaves toques en la frente de su amiga empezó a deshacerse del sudor. – Bebe.
Y ella bebió. El frío líquido la hizo estremecer desde lo más profundo. Lo siguiente que percibió fue lo cargada que estaba la copa a pesar del dulzor de la mezcla. Esto no impidió que engullera otro trago, casi terminando la copa de Diane en dos tragos.
— ¿Día duro?
— ¿Por?
— Porque te me has acabado la copa.
— Lo siento. Ahora te compro otra.
— No hace falta. – murmuró y luego entornó sus ojos hacia el camarero– Héctor, ¿Me pones otra, por fis?
— ¿Vas a pagarla?
Diane resopló, más molesta que dolida por haberle denegado algo.
— Yo la pago.
— Guarda tu dinero.
Esta vez Diane miró a su izquierda, torno la cabeza hacia un lado y basto apenas una de sus miradas con una media sonrisa para que un par de chicos se acercara a ellas. Un
minuto de reloj después, dos copas habían llegado a su lado.
— Bebe – Ordenó Diane, y tan pronto como el contenido llego a su estómago, abandonaron la compañía de los chicos.
Para este momento a Marzia ya le costaba caminar en línea recta pero los mareos se
bajaban en la pista de baile y cuando se sentían lo suficientemente sobrias, repetían el
ciclo.
A Marzia le gustaba salir con Diane, no sólo porque Diane borracha era una persona
totalmente diferente, sino porque ella también era diferente cerca de Diane borracha. Ella
sacaba lo peor de Marzia de la mejor manera. Entre otras cosas, no le permitía tocar su
monedero cuando había chicos cerca. Marzia siempre se había sentido rara dejándoles
pagar los chupitos y los cocteles sabiendo muy bien que no correspondería a su
generosidad de otras maneras. Pero Diane arrancaba esos pensamientos de raíz como una
tormenta abrasadora.
— Déjalos que paguen, tienen que compensar el hecho de ser unos pesados de mierda.
En mi opinión, es lo mínimo que pueden hacer, nos lo deben.
— Nos lo deben joder – Asintió Marzia, disfrutando de su tercer trago de tequila
adeudado.
La música rebotaba contra sus cuerpos. Cuerpos rebotaban contra sus cuerpos, en una
masa deforme de miembros y teléfonos móviles, y manos sujetándolos, grabándolas
indiscretamente mientras intentaban bailar pegadas.
Un chico, unos años mayor y con pintas de solo salir de fiesta para ligar, se acercó por la
espalda de Marzia y en despiste de ambas, las había acorralado. Diane le laceró con la
mirada a la vez que el chico posaba la vista en ellas. Después de una corta charla y
momento de lo que pareció una ardua consideración, el hombre alargó el brazo, situándolo
sobre los hombros de Marzia y acercó su rostro al oído de esta y lejos de apartarse, Marzia
se arrimó a él. Objetivamente no era su tipo, pero olía bien y no parecía sudar como un
cerdito, no era excesivamente atrevido con su toque y desde donde le veía tenía todos los
dientes. Bastaron unos minutos, varias frases bonitas, sin olvidar las tres copas de antes,
para que Marzia permitiera que aquel extraño obtuviera sus labios.
Diane observaba la escena desde fuera, con una cara de disgusto por la interrupción, pero
claramente divertida por la historia que podría contarle a Estela al día siguiente. Y Estela
le creería, porque Diane estaba prácticamente sobria y ella, claramente no. Y eso fue
suficiente para sacar a Marzia de su estupor. Ahora toda la vergüenza le venía de golpe,
no porque Diane la hubiera visto besándose con un chico, o un extraño para el caso, sino
porque en un segundo las luces se habían encendido de repente y Marzia podía ver lo que
Diane había visto desde que aquel hombre se les había acercado.
— Me apetece ir fuera un rato – Dijo Marzia, desprendiéndose del brazo del desconocido
y saliendo pitando.
Diane enseguida fue detrás de su amiga, no sin antes advertir con la mirada al hombre
para que no las siguiera. Le costó poco alcanzar a Marzia y cuando lo hizo enlazó su brazo
en el de ella y rió en alto.
— Que horco, tía – Carcajeo Diane, pero esta vez, Marzia no asintió.
Hacía frío fuera, pero de alguna forma ambas seguían sudando. Había casi tanta gente
como dentro, la mayoría con un cigarrillo entre dedo índice y medio. Los cigarrillos, como
las copas, no tardaron en llegar. Marzia compartía el cigarrillo con su amiga, la cual se
ahogaba con el humo cuando creía que nadie la miraba. Diane ni siquiera fumaba, pero
cuando aquel chico alto se les acercó con la excusa de pedir fuego, Diane no pudo
resistirse a sacar el mechero de estampado animal que reservaba solo para dar fuego a los
chicos guapos.
Se llamaba Frankil y era soso como el solo, pero era alto, y objetivamente guapo, incluso
si parecía que tenía tres criadas y que votaba a la derecha. Ambos estaban inmersos en
una conversación aparentemente apasionante sobre la única persona que podrían tener en
común, Giorgina, amiga de la infancia de Diane y compañera de clase de Frankil.
L
os minutos pasaron y Frankil y Diane siguieron hablando, y Diane siguió aparentemente
fumando, batiendo sus pestañas, echándose los rizos a la espalda, poniendo, de forma
coqueta, una mano al frente para cortarle a Frankil el acercamiento y Marzia observaba,
tentada a niveles sin precedentes, de volver dentro y liarse con el horco, solo por no
escuchar un segundo más de aquella conversación.
El chico había sacado su teléfono para apuntar el número de Diane, y ella le había dado
un número, solo que no era el de ella, también le había dado un nombre, que solo se
asimilaba al suyo en la primera letra. Porque eso es lo que ella hacía, mentir como si se
le fuera la vida en ello, eso era lo que hacían todas.
Frankil repetía Deirdre, Deirdre, Deirdre y Diane sonreía, sonreía hacia su amiga y seguía
envolviéndose un rizo en el dedo. Deirdre, Deirdre, Deirdre.
— Qué bonito nombre, Deirdre – Decía Frankil, aburriendo para este punto a Diane.
— Me lo puso mi abuela.
— Tu abuela tiene buen gusto.
— Tenía. Está muerta.
— Oh.
Y Frankil lo seguía intentando. Deirdre, Deirdre, Deirdre. Es increíble, pensó Marzia, lo
patético que podía llegar a ser un chico, lo intenso y arrastrado que podía ser su
comportamiento cuando era evidente que te quería llevar a la cama. Marzia esperaba que
su amiga volviera dentro, y dejara a Frankil recitando Deirdre a la oscuridad de la noche.
Pero tan pedante como Frankil era, estaba completamente absorto en Diane y eso le daba
puntos extras en la evaluación mental que ella estaría haciéndole.
El cigarrillo quedó olvidado en los dedos de Diane, consumiéndose, como la paciencia de
Marzia, por lo que se lo arrancó de las manos y prácticamente lo inhaló como un niño con
un caramelo.
— Me quiero ir a casa – Dijo Marzia tirando al suelo la colilla.
— ¿Ya?
— Sí
—Quédate un rato más y nos vamos juntas.
Marzia negó y Diane le deseo buen viaje. Pero Marzia no tuvo un buen viaje. El taxi
nunca llegó y tuvo que caminar, tropezándose con sus propios pies, tiritando por el frío
de la madrugada. Seguro que Diane conseguía que Frankil la acompañara a casa, pobre
idiota. A falta de otro remedio, Marzia se refugió entre sus brazos, apretujándose contra
sí misma e intentó recordar la última vez que alguien la había sujetado tan fuerte. Había
sido hace demasiado tiempo, cuando llegó a pensar que lo perdería todo, después de que
Jackie se tomara un bote de pastillas en un impulso, cuando había llorado hasta quedarse
sin voz y lo único que le había impedido cruzar la calle era un par de brazos. Ahora todo
le venía de golpe, el frío de aquella noche, el rugido del tráfico, la culpa. Marzia no
hubiera cruzado, incluso si no hubiera estado él cortándole el paso, en el fondo lo sabía.
Ella sabía que nunca podría hacerlo, no era tan valiente.
CAPÍTULO 2:
La rodilla casi rota y sangre a borbotones.
Las chicas salieron ayer y Estela se tuvo que quedar en casa escribiendo fórmulas que no
entendía en un papel lleno de lágrimas. Todo para que el de química inorgánica le dijera
que eran mediocres en lugar de horrendos. Estela supuso que para él eso sería una especie
de halago, en su cabeza enferma. Para ella no lo era, porque Estela sabía que con él
mediocre no equivalía a un aprobado sino a un cuatro coma ocho que la llevaría a repetir
la matrícula de la asignatura por tercera vez. Y eso era algo que ella no podía permitirse,
no anímica, mental, o económicamente y por eso, afrontó la crítica con una sonrisa y la
pregunta de siempre ¿Cómo puedo mejorarlo? Que encontró la respuesta de siempre
Tienes que echarle más horas. A lo que Estela pensó lo de siempre, ¿De dónde cojones
me saco más horas?
Estela hacía la cuenta mental de donde podía quitarse horas. Apenas dormía seis horas en
un buen día, prácticamente había dejado de ir a entrenar al gimnasio del campus, había
rebajado las horas de clases que daba a la mitad con la consecuente pérdida de la mitad
de su salario, sin hablar de su vida social, que empezaba a ir en picada.
Estela no tuvo más tiempo de realizar malabares mentales, pues la presencia de Diane la
había detenido en seco. La esperaba a la salida de la facultad de ciencias, con un muffin
en la mano que le entrega en cuanto vio la cara de Estela.
—Es un gilipollas – Dijo Diane.
—Aún no te he contado nada.
—Sé que esa será mi respuesta independientemente de lo que me digas. - E hicieron la
prueba, Estela le contó todo lo que le dijo el profesor aquella mañana y Diane, finalmente
juntó los labios durante un segundo y aseveró con toda seguridad: Es un gilipollas.
Y Estela sonrió, porque si había algo en lo que su amiga era buena, excelente incluso, era
en criticar, en criticar en buena compañía, como decía ella, que entonces no era criticar.
Estuvieron durante una hora riendo y criticando y compartiendo el muffin que Diane le
había obsequiado a Estela.
Durante esa hora, Estela pudo desprender su mente de la universidad y el caos que la
acompañaba, pero Diane tenía que irse a una de sus muchas reuniones a ver a una de sus
múltiples amistades para compartir uno de sus variados intereses y Estela se quedó sola,
con el papel engrasado del muffin terminado entre las manos y la mente acelerada porque
tendría que volver pronto a clase.
La última clase de la tarde era la peor de todas, y no sólo porque ya estaba cansada de las
que había tenido esa mañana sino porque era la que llevaba arrastrando desde primero, la
más difícil, más horrible, con el profesor más intransigente de todo el departamento,
superando incluso al de química inorgánica.
Estela se cogió un café con leche y muy azucarado de la máquina, que era la única forma
en la que se podía tomar el café. El sabor ni siquiera le gustaba, tampoco disfrutaba el
fulgor que le provocaba a su estómago, pero lo necesitaba, como un adicto necesita su
chute diario.
Estela arrugo la nariz y llenó su boca como una ardilla con una nuez para luego tragar.
Estela sabía que en algún lugar del campus Marzia estaría retorciéndose por aquel
comportamiento insultante. Aún seguía sin gustarle el café a pesar de los esfuerzos de su
amiga por intentar el enseñarle el amor por el espresso de su cultura italiana, pero habían
sido fútiles.
Estela continúo su camino hacia su aula tan ensimismada que apenas reparó en la chica
que corrió a su lado y con la que se chocó.
Ambas se disculparon mutuamente alternando sonrisas incomodas al reparar en esto.
—¿No sabrás por casualidad dónde se encuentra el aula 22? – Le preguntó la chica que
sería tan sólo unos cinco años mayor que ella.
Si Estela fuera otro tipo de persona, del tipo que conocía y con los que coincidía en clase
se estaría preguntando de forma negativa por qué alguien que le llevaba esa edad estaba
en aquellos pasillos. Lejos de ello, Estela se maravilló por la chica.
Eso era una de las cosas, de las pocas, que Estela amaba de la universidad y en concreto
de la academia, el hecho de que nunca se es demasiado mayor para empezar a estudiar.
Uno podía paralizar sus estudios a una edad temprana y luego continuarlos o no
empezarlos jóvenes en primer lugar.
—Sí, de hecho, voy en esa dirección. – Contestó ilusionada Estela, feliz de ser útil para
alguien, aunque ese alguien no recordara su nombre dentro de unas clases. Pero eso no le
importaba a Estela, porque la sensación como recompensa pesaba más que la palmadita
en la espalda.
Desde que abrió los ojos, Estela sintió que tenía que acomodarse al mundo, en lugar de al
revés. Nunca reclamando mucho espacio o atención.
Estela no fue una bebé ruidosa, casi no lloró antes de los dos años, hasta el punto de que
su madre tuvo que ir constantemente a urgencias porque la niña no lloraba lo bastante
pronto como para avisar de que estaba a punto de reventar de fiebre. Era la niña perfecta,
la niña trampa que induciría a sus padres a creer que eran compatibles o una mezcla lo
bastante buena como para tener dos bebés más. Resultó que no lo eran, y antes de que
Estela cumpliera seis años, sus padres se habían separado amistosamente al principio,
trágicamente cuando ella tenía diez.
Estela siguió siendo la niña perfecta y más abnegada del mundo y empezó a ser hermana,
un concepto que era ajeno a ella. En su mente hermana, era alguien que daba sus últimos
caramelos a sus hermanos, que ayudaba con los deberes que no estaba segura de entender,
que daba el biberón a la increíble niña ruidosa y amedrentadora en la madrugada.
Hermana era una palabra que no se podía separar de ayudante, de cuidadora, de casi
madre.
Ella sabía entregarse a la servidumbre, a querer ayudar siempre, no sólo a los que le son
cercanos y queridos, sino a los sin techo, a los turistas, a los perdidos. A menudo se
encontraba comprando otra barra de pan y dándosela a los hombres fuera de los
supermercados que le pedían monedas, traduciendo señales a extranjeros que no podían
llegar al centro de la ciudad, a chicas que pedían compresas, a chicas, como ésta, que
buscaban una clase.
La chica la siguió y Estela aprovechó para conversar con ella. Con suerte se haría su
amiga y no estaría sola en una clase con recién llegados a la universidad.
La edad no le importaba a Estela, mientras no estuviera por debajo de la suya. Ya había
tenido bastante con adolescentes revoltosas, las tenía a las dos en casa cada vez que
volvía, las tenía al teléfono discutiendo sobre quién podía quedarse con el maquillaje que
había olvidado hacía meses. Sabía que ya había tenido suficiente y que estaba bien
sentirse así porque se lo había dicho el terapeuta que le asignaron en enero de ese año tras
un ataque de ansiedad. Y no podía sentirse mal por sentirse bien por no tener que atender
tanto a sus hermanas porque esa era una de las tareas que su terapeuta le mandaba y Estela
era muy diligente cumpliéndolas, aunque no funcionara la mitad de las veces.
Las dos siguieron charlando incluso después de haber llegado a la puerta de la clase y al
interior del aula, que en aquel momento se estaba llenando de alumnos de primer curso.
Había tanto que Estela quería saber de ella, y tanto que quería contar para demostrar lo
simpática que podía llegar a ser, lo buena compañera de laboratorio que podía llegar a ser
si tal vez, casualmente, acababan emparejadas en las clases prácticas, lo bien que se lo
pasaría criticando al cabrón que corregía con el filo de un cuchillo, que era demasiado
estricto, duro, un poco capullo.
Estela necesitaba una amiga allí y quería que fuera Lena, que era simpática, y madura y
hermosa, aunque eso no debería estarlo pensando, sobre todo con lo reciente que tenía su
ruptura.
Estela estaba demasiado inmersa en la conversación como para darse cuenta, hasta
demasiado tarde, de que Lena había subido a la tarima alta, se había cambiado la formal
chaqueta marrón claro por una bata de laboratorio que engullía su esbelta figura y había
dejado su maletín, más bien pequeño, en el robusto escritorio del profesor. No fue hasta
que la mayoría de los alumnos encontraron asiento y reinó el silencio, cuando Estela se
dio cuenta de que seguía de pie y frente a ella había una mujer, no una chica, que le hacía
señas con la cabeza para que se sentara.
Resulta que el señor Clark estaba a punto de jubilarse y Lena le sustituiría a partir de
ahora. Se presentó como su nueva profesora de facto, aunque ya llevaba varios años
siéndolo, sin que se le viera la cara, claro, sólo la tinta roja que utilizaba para corregir los
exámenes que hacían.
—Ahora podéis criticar a la persona adecuada. - dijo Lena con una sonrisa socarrona que
Estela juró que iba dirigida a ella. Quería ahogarse en el terciopelo azul de su asiento,
quería desaparecer.
La clase de presentación se la había llevado el viento, también a Estela. No podía
enfrentarse a Lena, no a Lena, a la Profesora Enfield, no después de lo que había dicho,
de lo mal que había hablado, de lo enfermizo que habría sonado todo.
En lo que quedaba de semana, Estela evitaba cualquier atención sobre ella, se abstenía de
levantar la mano o de sentarse demasiado cerca de la tarima. Era la última en entrar y la
primera en salir. Quería hacerse invisible, pero presente. Una cosa era alejarse de los
conflictos y otra totalmente distinta ser pasiva ante la vida, o algo así había dicho su
terapeuta en su tercera sesión anual. Era jueves de la semana siguiente durante una de las
clases prácticas cuando su profesora la detuvo antes de que pudiera levantarse del pupitre,
que compartía con una chica rubia pija portadora de una pulsera Cartier.
—¿Podría quedarse un momento, señorita Faraj?
Estela no supo qué contestar y se limitó a asentir con un movimiento de cabeza. La sala
se fue vaciando poco a poco y entonces quedaron ellas dos, sólo ellas dos. Lena se despojó
de la bata de laboratorio y Estela pudo ver un poco de su escote a través de la camisa
blanca. Apartó los ojos, en cuanto pudo, pero el recuerdo perduraría, ella lo sabía.
—Me he dado cuenta de que llegas tarde y te vas pronto. - Afirmó Lena -¿Tan mal lo
estoy haciendo con esta clase?
—Oh no, no, no. Me encanta esta clase, de verdad, es increíble.
Lena esbozó una micro sonrisa con los labios sellados.
—No tienes que besarme el culo ahora, Estela.
—No lo estoy haciendo. Estoy siendo sincera. Es que tengo cosas que hacer después de
clase. - Y era verdad, bueno, en parte.
—¿Trabajas?
—Doy clases particulares
-¿En qué das clases particulares? - Dijo apoyándose despreocupadamente en su pupitre.
Sus brazos unidos empujaban el escote que Estela se esforzaba tanto en no notar.
—¿En qué no? - se burló Estela y Lena sonrió. - inglés, matemáticas, química, física fácil.
Cualquier cosa que se le resistiera a una quinceañera.
—Esa es una edad inquietantemente concreta.
—Esa es la edad de mi hermana pequeña.
—¿Le cobras a tu hermana?
—Le cobro a sus compañeros de clase. Les doy clases a través de llamadas de zoom.
—¿Cuántos niños tutorizas?
—Unos seis. ¿Por?
—Oh, nada. Sólo quería saber tu disponibilidad, para ver si podía ofrecerte un puesto
remunerado de ayudante de investigación en mi laboratorio. Pero veo que estás muy
ocupada.
—¿Qué? ¿Qué quiere decir? - preguntó Estela, con los ojos muy abiertos -¿Por qué? ¿Por
qué yo?
—Te he estado observando, Estela. Eres metódica, sigues bien las órdenes y estás
dispuesta a ayudar a tus compañeros. También pareces muy interesada en el tema, aunque
intentes escaquearte todos los días, y bueno, ayuda, que uno pueda mantener una
conversación contigo. Estoy tan harta de los chicos de dieciocho años -Eso último lo dijo
unos tonos más bajito, como si estuviera compartiendo un secreto con ella.
Estela guardó silencio un segundo.
—Comprendo perfectamente que ahora mismo tengas demasiadas cosas entre manos. Y
bueno, también puedo intuir que puede que yo no sea de tu agrado, ya sabes, demasiado
estricta, dura, un poco capulla. - Ahora, pensó Estela, Lena se estaba burlando de ella
descaradamente.
—Lo siento, no pretendía ofenderte.
—Dios, no. No pasa nada. La verdad es que me ha gustado escuchar de primera mano lo
que mis alumnos piensan de mí. De mis métodos. Fue gracioso ver tu cara después.
Estela volvía a ponerse roja de vergüenza y de algo más que no lograba ubicar. No podía
explicar cómo se sentía bajo la mirada ambarina de Lena.
—Veo que te interesa -dijo Lena, y Estela se sobresaltó hasta la médula. ¿Cómo podía
saber lo que estaba pensando? - Este puesto sería muy bueno para tu currículum. Y el
sueldo no está mal, para ser una becaria.
Estela se sintió aliviada de que estuviera hablando de la oferta de trabajo. Pero bueno, qué
otra cosa iba a querer decir si no era eso.
—Me lo pensaré.
—Piénsatelo y me avisas el lunes -continuó Lena.
—El lunes no tenemos clase.
—Lo sé -dijo Lena entregándole a Estela una tarjetita con sus datos profesionales.
Un segundo después, Lena recogió todas sus pertenencias en su maletín de cuero y salió
de la habitación.
Cuando Marzia llamó aquella tarde para decirle a Estela que quedara con ella en The
Bong, ni se le pasó por la cabeza rechazarla. Tenía quince libras en la cartera y quince
libras que se gastaría en cerveza emborrachándose con su amiga y sus amigos amantes
del alcohol.
Estela tenía mucho que celebrar, porque para ser sincera, sabía que aceptaría la oferta de
Lena. Aunque las prácticas pagaran poco, sería mucho más de lo que ella cobraba a las
madres trabajadoras, a menudo solteras, por enseñar matrices y formulación a sus
testarudos hijos, que casi siempre eran fumadores precoces. Además, por una vez tendría
algo guay que contar, podría adornar esto como hacen otros, pero no sentía la necesidad,
esto que le estaba pasando era lo bastante increíble como para contarlo tal cual cuando
Marzia se lo pidiera, un poco achispada ya para cuando Estela entrara en el bar.
Los jueves en The Bong las cervezas se ofrecían a dos por uno, a veces a tres por uno
cuando Bennie estaba detrás de la barra, como era el caso en aquel momento. Él saludó a
Estela con un gesto distante de la cabeza, pero Estela sabía que ése era el saludo más
efusivo que le ofrecería.
Bennie no era la persona más afectuosa, no le gustaban los abrazos, ni los besos, ni los
apretones de manos largos. Parecía casi adverso al contacto físico, pero hacía una
excepción y sólo una, y era Marzia, a la que a menudo tenía que llevar en brazos y a la
espalda cuando estaba demasiado borracha, o herida, o ambas cosas, como la otra noche,
cuando Marzia había salido con Diane y había vuelto hacia las cuatro de la madrugada
entre los brazos de Bennie con la rodilla casi rota y sangre a borbotones.
—¿Todavía te duele? - Estela señaló la rodilla vendada de su amiga.
—Algo
—¿Estás tomando algo?
—Esto ayuda -Marzia levantó su cerveza con una pequeña sonrisa y luego se la terminó.
- ¡Otra, Bennie! - llamó desde su posición.
Las cervezas seguían llegando y la gente, hasta que el ruido se convirtió en un barullo que
sería insufrible sobrio. Por suerte, llegaron refuerzos para ayudar a Bennie tras la barra y
este finalmente se tomó un descanso que aprovechó para reunirse con las chicas, Finn y
Rocky. Bennie dejó vagar sus ojos por la estancia, sin encontrar a su amigo descarriado.
—¿Habéis visto a B? - preguntó Bennie al grupo.
No podría haberse perdido la reacción abrumada de Marzia aunque lo intentara. Y luego
también estaba la de Estela.
—Debe estar fumando fuera -dijo Rocky concentrado en el partido que tenía delante.
Celebraba el gol que había marcado, sin ver que sus rivales femeninas se habían
marchado.
Marzia huyó al baño más cercano, y Estela salió del bar, enviando un único mensaje a la
amiga que estaba por llegar. Era corto, preciso, no necesitaba nada más.
Está aquí.
CAPÍTULO 3:
Sin aliento, sin vergüenza, sin nombres.
Diane no estaba segura de que él la hubiera visto al dar la vuelta tan bruscamente. Y no
estaba segura de que eso la hiciera sentir mejor. Lo que seguramente la haría sentir mejor
era verle impactado por un rayo, no coqueteando con cualquiera que tuviera tetas y lindas
piernas.
Debería haber prestado atención a las nubes almizcladas en su trayecto hacia el bar y dar
la vuelta. Ese fue un error por su parte, pero el peor, el más horrendo, fue encapricharse
con él.
Diane lo conoció hace un año. En una de esas fiestas a las que Marzia las invitaba. A las
que ella era reacia a ir, era reacia a casi todo lo que estuviera relacionado con los amigos
de la universidad de Marzia. Los intensitos, como Gio los llamaba, que iban desde
cineastas, cuasi escritores a filósofos, psicólogos, filólogos y sociólogos. Intensos en su
expresión, intensos en todo su ser y toda intensidad repelía a Diane como el agua al aceite.
Y luego estaba Marzia, que exudía la misma intensidad pero que en ella era casi
entrañable, con la que se podía tener una conversación sin escuchar frases über modernas
como responsabilidad afectiva o refuerzo intermitente.
Había algo en el intentar parecer pobre, en la mirada por encima del hombro y la patente
superioridad moral comunista que no convencía para nada a Diane. Exceptuando a unos
pocos, su amiga entre ellos, la mayoría eran una panda de inútiles hiper-privilegiados con
el afán de ser vanguardistas.
Por no decir otra cosa, no era su ambiente. Pero Gio la había dejado plantada, porque se
olvidó de que estaba en Viena ese día, como si eso pudiera ocurrir. De todos modos, la
cosa es que ella se encontraba allí, estando buenísima con sus pantalones oscuros
entallados y una camisa negra transparente.
Al igual que su atuendo, el piso de Bennie era oscuro. Desde las kilométricas escaleras
hasta el mal iluminado recibidor. El alargado pasillo olía a humo y a hierba y conducía
voces de fruición.
Diane encontró a Estela sentada en uno de los sofás de la sala de estar bebiendo
directamente de la lata de cerveza y coqueteando con una chica de pelo corto, por lo que,
en lugar de cortar su conversación, intentó entablar una con las chicas de su alrededor
mientras esperaba por que Marzia apareciera. Y realmente lo intentó, pero la conversación
duró poco, porque en seguida empezaron los temas que la aburrían hasta la muerte.
Diane disertó a aquellas chicas, estudiantes de sociología y se dirigió a Bennie, que se
encontraba apoyado en brazo del sofá y le inquirió en dónde podía encontrar cerveza.
—Hola a ti también. – Se rió Bennie y Diane compartió una sonrisa que le indicaba.
Ahora. - Están en la nevera de la cocina, tú como en casa.
—Gracias. – Dijo Diane y desapareció en búsqueda del alcohol. No era como que la
cerveza le gustara especialmente, pero solo había una forma en la que Diane superara esa
noche y no era sobria.
Diane entró en la cocina que, para su mala suerte, se encontraba habitada por un chico.
Él se encontraba con su espalda apoyada en la isla de la cocina, una cerveza en la mano,
y en la otra un cigarrillo. El chico vio en su dirección un segundo para luego continuar
mirando hacia la nada a través de la ventana. Diane se sorprendió de aquello, del poco
interés que había tenido si quiera por saludar, y casi lo celebró porque no tendría que
saludarle ella a cambio.
Se dirigió a la nevera haciendo caso omiso a su compañero de estancia y rebuscó entre
los compartimentos por una decente cerveza fría, pero solo había de las baratas que sabían
a jengibre podrido. Pero a mucha hambre, no había pan duro, por lo que Diane destapó
como pudo la lata y tragó sin apenas respirar esperando no sentir el sabor. Fue inútil y
casi suelta una arcada. Eso no le impidió, sin embargo, volver a beber y esta vez soltar
una arcada real.
—Que puto asco – Murmuro ella en alto y ante esto escuchó como el chico de detrás
soltaba una risa. Ella se dio la vuelta y sus ojos se encontraron con los de él y entonces le
vio de verdad.
Con un segundo, Diane memorizó todas sus facciones, desde sus ojos claros y ligeramente
rasgados y largas pestañas oscuras a sus pómulos pronunciados y labios del color de las
cerezas. Y entonces Diane sintió interés y siguió mirando, arriba y abajo, abajo y arriba,
a su ónix cabello ondulado y brazos bronceados decorados por tatuajes inconexos entre
sí. Diane se dio cuenta de que era alto incluso recostado como estaba, e intentó recordar
si llevaba encima su mechero. Una pequeña sonrisa engreída se instauró en los labios de
aquel chico, lo que hizo que Diane se arrepintiera de haberle regalado tanto de su atención.
Irremediablemente, rodó los ojos, lo que hizo que la sonrisa de él se pronunciara más.
—Eres la otra amiga de Zia ¿verdad?
Diane no podía imaginarse qué de lo que había hecho en ese corto periodo de tiempo le
había llevado a identificarla de forma inequívoca.
—Así es.
—¿Cómo te llamabas?
—Destiny
—¿Destiny?
Ella asintió.
—Sólo quería asegurarme. He oído por aquí que vosotras tres mentís bastante. Así que,
Destiny, ¿verdad?
Diane volvió a asentir.
—No tienes pinta de Destiny.
—Vale, me llamo Davie.
—No es verdad. - Dijo, sin creérselo ni un segundo.
—Me llamo Desiré.
—Desiré – Dijo él – Bonito nombre, una pena que no sea verdad.
—Es verdad.
—¿Segura?
—¿Quieres que te muestre mi identificación?
—Vale.
—¿Hablas en serio? ¿Eres, un poli o algo así? Si es así, debería identificarse, señor. ¿Cuál
es su nombre?
En ese momento, él la miró a los ojos y tras arrugar sus labios en una mueca, le dio una
de sus sonrisas fáciles.
—Alex
—¿Sólo Alex?
—Alexander.
—Alexander – Repitió ella. – Bonito nombre, una pena que parezcas un idiota.
Y entonces se volvió en dirección al salón, pero antes de que pudiera abandonar la cocina
Diane escuchó a Alexander prorrumpir en una suave, ronca y deliciosa risa que le hizo
temblar los huesos.
Diane aprovechó que Estela se había quedado sola para ocupar el sitio a su lado y robar
un poco de su cerveza buena mientras ambas observaban como Marzia, al otro lado de la
habitación conversaba animadamente con un chico rubio, muy delgado y con pintas de
fumar porros para desayunar, lo que lo hacía inmediatamente el tipo de Marzia.
¿Sería aquel chico Boston? Ese chico definitivamente era Boston. Boston, el cantante de
FOX, el grupo que empezaba a petarlo en la uni. Boston, el crush de Marzia desde
primero. Boston el tío por el que media clase de Marzia perdía las bragas. Desde luego
no era el tipo de Diane, pero era guapo, del tipo de guapo que solo puede ser un chico
blanco, angelicalmente guapo, andróginamente guapo. A Diane le gustaban un poco más
como Alexander, un poco más fuertes, un poco más cabrones.
Diane luchó contra una sonrisa cuando vio como Alexander entraba en el salón y se
acercaba al sofá en el que ella y Estela parloteaban. Intentó hacer como si no le importara
que, de todos los sitios libres, eligiera el que estaba a su lado, en el que podía rozar su
rodilla con la de ella.
—Entonces, dime, Alexander... – Dijo Diane, inmersa ya en una conversación con él.
Estaba tan centrada que a penas se había dado cuenta que Estela se había levantado y
vuelto y vuelto a levantarse.
—¿Cómo me has llamado?
—Alexander. – Dijo ella, robando una sonrisa de él.
—Suenas como mi madre.
—¿Eso es algo que te gusta?
Esta vez Alexander rió echando la cabeza atrás y reacomodándose en el sofá de forma
que ahora no solo sus rodillas se rozaban sino también hombros, torsos, brazos.
—Entonces... como decía, Alexander... aparte de ser un detective de mentira. ¿Qué haces
con tu vida?
—Ahora sí que suenas como mi madre. – Dijo él tornando su cara hacia ella,
permitiéndole ver el gris de sus ojos, la dureza de su mandíbula, lo que hizo que la
garganta de Diane se secara - Voy a clase con Zia. Lo que significa que no hago nada con
mi vida. ¿Qué haces tú?
—Estudio Empresariales y Economía.
—No me sorprende. ¿Te gusta?
—Me gusta el dinero.
—¿Pero vale la pena?
—Aquí viene la mierda comunista.
—No iba a decir nada comunista.
—Bueno, no deberías. – Dijo ella, y luego en voz más baja -Estoy bastante segura de que
ese reloj que llevas vale el alquiler bianual de Bennie.
Alexander lucía impresionado, intercambiando la mirada entre el reloj en su muñeca que
había pertenecido a su familia desde generaciones y el rostro satisfecho de Diane.
Diane no solo se sentía satisfecha, sino poderosa. Ver a Alexander, que se mostraba tan
despreocupado por todo en primera instancia, flaquear ante un mero comentario le
reportaba un placer inimaginable.
No había que ser un experto para darse cuenta del valor de aquel reloj, pero había que
tener buen ojo, un ojo para percibir la riqueza, y eso es algo que Diane tenía, que había
entrenado a lo largo de los años que había pasado becada en un colegio privado.
—¿Los comunistas saben que eres rico de verdad? – Dijo Diane con una especie de sorna
que erizó los bellos de Alexander. - No te preocupes, cariño, se me da bien guardar
secretos.
Y eso fue lo que fueron, desde ese segundo, desde el momento en el que Diane fue a por
su chaqueta y Alexander se escurrió de la fiesta con la excusa de fumar. Y durante todo
el camino a la residencia de Diane rieron y Alexander fumó y Diane le acompañó
ahogándose con el cigarrillo que dejó manchado de su pintalabios rojo. Rojo en los labios
cerezas de Alexander que en ese momento se le antojaron.
Habían llegado al portal y Diane tendría que subirse a su habitación y cambiar su atuendo
por otro más brillante si quería salir con Sato, pero Alexander aún tenía un cigarrillo que
jugueteaba en sus labios, esperando porque Diane se lo encendiera. El humo se fundió
con el vaho de sus respiraciones cada vez más aceleradas, cada vez más cercanas.
Alexander se cernía sobre ella, robándole el aire, la compostura, sus reglas. Le dio esa
mirada que deshacía cada uno de los nudos de su estómago cada vez. Compartieron una
respiración caliente y pesada, capaz de derretir el frío a su alrededor.
Los dedos congelados de Diane se posaron en su pecho y él tomo ese toque como una
invitación y de repente, su mano estaba en los hombros de ella, y sus labios rozaron su
cuello y boca. Diane sintió como un torrente de electricidad sacudía cada nervio de su
cuerpo y quería más de esa sensación. Abrió su boca para él y él se deleitó en ella. Sus
manos como rayos, volando, intentando atesorar lo que podían, lo que ambos llevaban
deseando desde que ella le regaló sus tres nombres inventados.
Sin aliento, sin vergüenza, sin nombres se quedaron, colgando de un suspiro.
Antes de que Diane pudiera zafarse de su abrazo, Alexander volvió a agarrarla por la
muñeca.
—¿Cuál es tu nombre? Tu nombre de verdad. – Dijo en una exhalación.
Ella le miró a los ojos, a esos ojos, y una mueca se hizo camino a su boca.
—Diane.
Y así, Alexander no volvió a la fiesta y ella no acabó saliendo con Sato. Todo lo contrario,
terminaron juntos, con las extremidades enredadas, desprendiéndose de su ropa en el
suelo de su habitación.
No follaron, al menos esa noche. Se lo tomaron con calma, con una lentitud atroz, incluso
para Diane. En ese entonces, Diane no estaba acostumbrada a besar a desconocidos de
los que sólo y apenas sabía el nombre, por no hablar de tocarlos, de darles placer y a ella
en el proceso.
Este era un juego nuevo, pero siempre había sido competitiva, así que sabía que querría
ser la mejor.
Y lo fue. Porque cuando los suaves rayos de sol de la mañana se colaron por su ventana,
y Alexander, con los labios hinchados de color fucsia y con su tatuado pecho desnudo, le
sostuvo la mirada y tras una respiración le dijo "creo que podría enamorarme de ti"
Y por un segundo, sólo uno, Diane casi le creyó. Casi le creyó.
A decir verdad, Diane cometió muchos errores desde que conoció a Alexander, hizo
muchas tonterías, nada propias de su carácter, como cuando se metieron a la fuerza ocho
personas en el destartalado Opel corsa de Bennie para ir a un concierto mientras la música
estridente se escapaba del vehículo a través de una ventana rota, o cuando comió
guindillas hasta casi estropearse la lengua solo porque una panda de heteros
descerebrados la había retado. Estela y Marzia engulleron litros de leche, claramente
afectadas por el picante, Diane, sin embargo, no mostró lo perjudicada que había quedado,
esperando a que todos durmieran para vomitar el contenido de su estómago.
Lo bueno de todo aquello es que al menos así, Diane conseguía historias, historias que
vivir con Marzia y Estela e historias que contarle a Gio y a Sato, cuando las tres se
juntaban en sus brunches del domingo en el que abundaban las mimosas y los detalles
indecorosos sobre sus vidas sentimentales.
Desde el momento en el que Diane conoció a Alexander sucedió algo curioso, que poco
tenía que ver con él y todo con Marzia. Diane nunca se había sentido tan cercana de su
amiga y tan lejana a la vez. Se venían más que nunca, pero a veces, en una habitación
llena de personas parecía que una distancia del tamaño del Atlántico se instauraba entre
ellas para luego desaparecer cuando las copas llegaban. Diane creyó imaginar esta
dualidad, y la dejó desprenderse en la bruma del alcohol cada una de las veces.
Y fue así durante unas semanas en las que ella creía que estaba siendo sigilosa en su
acercamiento secreto con Alexander, tan inteligente y reservada que nadie se daría cuenta,
pero todos lo sospechaban, lo esperaban o lo sabían. Pero el cronómetro llegó al cero y la
bomba explotó de la forma más horrenda posible.
Era viernes, y FOX tocaba por segunda vez en el Splash el sitio que estaba en boca de
todos, por sus copas tiradas de precio, por el ambiente, por las aglomeraciones sin control
aparente que permitían y por la música, sobre todo por la música.
Diane no había escuchado a Alexander tocar y verlo, había tenido el mismo efecto que
observarle mientras dormía después de una larga noche juntos. Verle disfrutar, sonreír, y
regalar un poco de su alma al público a sabiendas de que era con ella con la que terminaría
la noche la hacía sentir especial, de una manera que nunca admitiría. Cualquiera que
tuviera la fortuna de presenciar a Alexander en el escenario inmediatamente se olvidaba
que estaba en concierto, o que alguien más a su alrededor respiraba y suspiraba y estaba
vivo. Era fácil pasar por alto que tocaba un instrumento o que estaba acompañado. Era
ese el efecto hipnotizador que tenía, que hacía que costara mil infiernos desprender la
vista de esos ojos, de la manera en la que se mecía entregándose sin tapujos a la música
y sujetaba el micrófono con tanto deseo que querías convertirte en él.
Tal vez fue el alcohol, la euforia del momento o la voz ronca de Alexander la que la hizo
aceptar la mano que este le tendía desde el escenario, subir con ayuda de dos pares de
manos desconocidas y presentarse ante cientos de universitarios, que empezaban a sacar
sus teléfonos.
Los flashes le impactaron en la cara, pero por un instante, solo uno, todo estaba bien,
porque Alexander estaba cerca y la rodeaba la cintura y la miraba a los ojos, embriago en
toda ella, y la besaba de una forma que no debería hacerse en público. Él sonreía y ella
también, pero en el momento en el que los vítores dejaron la boca del público, Diane
creyó morirse, porque él elevaba el brazo, imagen de la victoria, mientras todos los demás coreaban Boston.
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