Elena Romero

Elena Romero

Elena tiene veintitrés años. Actualmente está acabando sus estudios universitarios en Cádiz, ciudad en la que también nació. Colabora con la revista de literatura juvenil El Templo de las Mil Puertas, sobre todo reseñando novedades editoriales y entrevistando a autores nacionales. Ha publicado varios relatos en revistas y antologías, como "Los niños perdidos" con la revista Tentacle Pulp o “Siempre hemos vivido en estas costas”, con Ediciones El Transbordador. Está obsesionada con el mar, los países nórdicos y las historias de terror.

I

 

Emilie alzó la vista. No se acostumbraba a la ausencia de día y de noche. El cielo era ahora simplemente de un tono amarillento. Entrevió el cometa, que aún era minúsculo; si tuviera que compararlo con una fruta, habría dicho que se parecía a un arándano. 

Las casas de la avenida apenas estaban decoradas para la Navidad. Sus padres, sin embargo, habían envuelto los árboles del jardín con hileras de luces. 

La puerta se abrió en cuanto subió las escaleritas de entrada, como si la hubieran estado esperando. Emilie procuró esconder la mano herida en el bolsillo de la chaqueta, pero no fue lo suficientemente rápida. Su padre frunció el ceño.

–¿Qué te ha pasado?

–Una pelea.

No serviría de nada mentir a estas alturas. Otra mano la agarró entonces de la parte delantera de la camiseta y tiró de ella. Era su madre, que la abrazó con fuerza.

–¿Dónde te habías metido? ¡Maggie, baja! ¡Tu hermana ya está aquí!

Maggie bajó por las escaleras arrastrando los pies. No se esforzó en ocultar su cabreo.

–¡Tendríais que estar enfadados con Emilie! Incluso en el último día hace lo que le da la gana.

Emilie no participó en la discusión sobre su mano sanguinolenta y amoratada. Estuvieron un rato riñéndola y decidió permanecer al margen. Finalmente, Maggie la condujo al baño del piso de arriba para desinfectarle los nudillos con alcohol. 

–¿Es por la sangre por lo que pareces tan enfadada conmigo?

Maggie le soltó la mano. Se acercó al botiquín para buscar el rollo de vendas.

–No estoy enfadada –murmuró, más calmada–, pero si lo estuviera sería porque estos últimos días has estado más distante que nunca. Y mira que es difícil. ¿Para qué demonios viniste entonces? ¿Cómo puedes pasar tanto de todo? Deja la mano quieta, joder.

Emilie obedeció. Pese al frío que había en los ojos de Maggie, su hermana mayor la vendó con infinita ternura.

–Lo siento. Esto para mí es difícil. Me gustaría ayudarte a que para ti no lo fuera demasiado.

–Si te importara no habrías tardado tanto en venir desde la otra punta del país… –Maggie le soltó la mano. Suspiró–. Anda que meterte en una pelea, a estas alturas... No es como si fueras a salvar el mundo. 

–Ya.

Emilie abrió el grifo para enjuagarse los nudillos. Se maldijo; olvidaba que ya no había agua corriente.

–¿Qué estuviste haciendo anoche, por el amor de Dios?

La hermana pequeña se encogió de hombros.

–Quería despedirme de algunos amigos. He estado dando tumbos por ahí.

Maggie suspiró.

–Yo estoy viciada a la Nintendo. Animal Crossing. Otra vez, ¿puedes creerlo? Es triste que vayan a crecer los hierbajos en mi pueblo inventado mientras que en el mundo real... Bueno, ya sabes.

–Sí, lo sé.

Un rato más tarde, Emilie se asomó a la cocina. Su padre fumaba en la ventana y su madre revolvía en uno de los estantes más altos.

Abrió el frigorífico. Yogures, paquetes de carne, cerveza... Olía ligeramente a podrido; tampoco había energía eléctrica en la ciudad desde hacía unos días, consecuencia del vandalismo.

–Tenemos que hablar de lo de esta noche –dijo entonces el hombre.

Emilie cerró el frigorífico.

–No hay nada de lo que hablar. Es mi decisión. Tenéis que respetarla.

–Em –intervino su madre, apuntándola con un tenedor de plástico–. Te tomarás la dosis como nosotros. No hay más que hablar.

–Tengo veintiséis años. Sé lo que hago.

–No –la cortó la mujer–, se ve que no.

–Entiéndenos –murmuró su padre, conciliador. Apagó la colilla en un cenicero a rebosar–. No podremos tomarnos las dosis sabiendo que nuestra hija morirá con dolor.

Hubo un pesado silencio.

Eran cuatro hermanos, pero los otros dos no vendrían. Sid, el mediano, había desaparecido en cuanto confirmaron lo que sucedería, diez días atrás. Ni siquiera sabían si estaba vivo o muerto. Aidan, casado y con mellizos, anunció a última hora que esperaría al cometa con la familia de su mujer; Maggie había soltado una carcajada ante aquello último. Así que Dios castigaba dos veces, murmuró: el fin del mundo con la suegra.

Maggie entró en la cocina y miró a su hermana.

–Me parece que no quieres tomarte la dosis porque una parte de ti no acepta que todo se va a acabar –soltó–. Aún tienes esperanza.

–No voy a sufrir más que cuando nos enteramos de que el cometa caería –dijo Emilie–. Además, ¿vamos a estar hoy como todas las noches de nuestra vida, discutiendo por tonterías?

 Emilie pasó el resto de la tarde hecha un ovillo en el sofá del salón. Debería haberse quedado la noche anterior. No le gustaron las cosas que había presenciado por el centro de la ciudad; durante el día todo parecía normal, pero las madrugadas estaban cargadas de desesperación: robos, vándalos incapaces de gestionar su propio miedo, coches abandonados junto al río, cristales rotos, llantos, gritos, risas de pánico. 

Lo peor no fue nada de eso, sin embargo. Lo peor fue distinguir los primeros cadáveres. Algunos se habían tomado la dosis y se habían lanzado al río. Emilie pudo contemplar los cuerpos flotando bocabajo.

Su madre la despertó con dulzura. Ya casi es la hora de la cena, le dijo.

Emilie se asomó al jardín. El cielo era ahora de un tono azulado salpicado de surcos rosáceos; el cometa, ya del tamaño de una ciruela, lo atravesaba.

Pensó fugazmente en una escena de James y el melocotón gigante, su película favorita de la infancia, cuando el melocotón, ante la mirada atónita de los humanos, empezaba a crecer y a crecer...`

Para la cena, tomó asiento en uno de los extremos de la mesa, iluminada con velas. La limonada estaba caliente; hubo otra discusión sobre quién había olvidado comprar los hielos.

 

II

Sid trató de arrancar el motor, sin éxito. Lo hizo por inercia. Se refugiaba allí, en el viejo Subaru que había heredado de su padre, cuando la lluvia apretaba. 

La lluvia. No sabía que el cielo, herido de muerte por el cometa, aún podía hacer eso. Ahora, una fina llovizna empañaba las ventanillas. Las pastillas se le habían acabado unos días atrás. Sin ellas había perdido la noción del tiempo, sus jornadas solían organizarse según los antidepresivos.

El dolor de la mano amortiguaba cualquier otra emoción. La había estampado contra el tronco de un árbol. Se había despellejado los nudillos. Cuando dejara de llover, volvería al claro. Incluso ahora, con el final tan cerca, el claro seguía envuelto en una extraña paz: sobrevolaba las copas de los árboles, el lago, las ruinas celtas de la otra orilla, las ramas desnudas, todavía salpicadas de algunos cuervos. 

El claro de su infancia y después de su juventud. 

Era la primera vez que acudía solo. Llevaba solo desde que mostraron las primeras imágenes del meteorito acercándose. 

Echaba de menos a su familia. A Emilie, en particular. ¿Qué estaría haciendo? ¿Habría vuelto a Dublín, la ciudad de la que tanto trató de huir durante la adolescencia? Esperaba que sí, por el bien de sus padres; su madre, sobre todo, no habría soportado pasar las últimas horas sin su niña mimada. 

Volvió a apretarse la herida de los nudillos; aquello lo distraería del verdadero dolor.

Trató de visualizar cómo sería una última cena en casa de sus padres. Comprendió entonces que no habría mucha diferencia con las celebraciones familiares a las que llevaba asistiendo desde que era un niño. El barullo llenaría las estancias, habría un montón de comida, discusiones en cada esquina, ningún lugar en el que esconderse, quizá el baño, con la puerta cerrada y las luces apagadas.

En su familia, todo había sido siempre cuestión de vida o muerte. 

Cada Navidad se vivía allí un pequeño fin del mundo.

Sid miró más allá del cristal empañado. Había dejado de llover. 

No recordaba qué día era.

Salió del coche y caminó hacia el claro. En esas últimas noches, cuando no hacía demasiado frío, había dormido apoyado en un tronco, tapado con su sudadera. Trataba de evitarlo, pero finalmente lo último que veía antes de cerrar los ojos era el cometa; podía intuirlo incluso cuando no se veía, esos tonos azulados extraños que empezaban a abrirse en el cielo. 

Despertaba varias veces a lo largo de la noche y entonces creía ver a Aidan trepando por el tronco de un árbol, a Maggie haciendo equilibrismos encima de la roca que se cernía sobre el lago, a Emilie tratando de hacer funcionar un viejo altavoz, en cuclillas sobre la tierra húmeda; la única vez que Sid había llorado por el fin del mundo fue al llegar al claro, cuando descubrió que el viejo aparato seguía allí, junto al tronco hueco que utilizaban de asiento. Alguno de ellos lo habría dejado olvidado una tarde cualquiera de años atrás, sin saber que sería la última.

Sid miró hacia lo alto. Intuía el círculo oscuro, más cercano que nunca. 

Trató de hacer memoria.

¿Cuánto faltaba para Navidad?

¿Era ya Navidad?

 

 

III

 

Aidan entró en la cocina hecho una furia. Sus movimientos tan bruscos lo hacían parecer el doble de grande.

–Menos mal que son las últimas fiestas navideñas que pasaré aquí. El próximo año no pienso venir. Están todos locos.

–Cariño –murmuró su esposa–, no habrá próxima Navidad.

–Pues es un alivio saberlo.

La mujer recortó la distancia que los separaba y apoyó una mano en la parte trasera de la cabeza de Aidan. Empezó a trazarle círculos tranquilizadores alrededor de la nuca, donde el oscuro cabello era más corto. Aquello siempre lo serenaba. En esta ocasión, sin embargo, Aidan la apartó.

–Ve yendo a casa –murmuró ella. Aidan la miró sin comprender–. Ve a casa de tus padres. Aún tenemos tiempo. Deja que me despida y que los niños se despidan y...

–¿Hablas en serio?

Ella esbozó una diminuta sonrisa.

–Sí. Lo siento. Deberíamos habernos repartido mejor el tiempo. Pensé que con ver a tu familia estos días sería suficiente..., pero necesitas estar con ellos también en el final. Aquí ya hemos cumplido. Mis padres estarán bien, mis hermanos se quedan. Coge nuestro coche y luego pediré el suyo a mis padres. Ve yendo tú –repitió.

Aidan notó un dolor abrasador detrás de los ojos. Eran las lágrimas; las controló.

 

 

IV

 

La casa de su familia era con diferencia la más adornada de la corta avenida.

Emilie no había reparado al entrar por la mañana en la cantidad de luces que adornaban el tejado y los dos árboles del jardín. Se preguntó fugazmente cómo su familia no se había electrocutado algún año con la constante lluvia de Irlanda. 

Maggie y ella observaron el espectáculo desde la acera. Luego, empezaron a discutir sobre quién conduciría.

–Siempre conduzco yo –dijo Emilie.

–Por eso mismo quiero conducir yo ahora.

Oyeron un estruendo en la lejanía, como si alguien hubiera encendido unos fuegos artificiales. No era ninguna tontería que discutieran por eso, pensó Emilie entonces. Probablemente, era la última ocasión en la que lo harían. Finalmente, llegaron a un acuerdo: Maggie conduciría a la ida, Emilie a la vuelta. 

La hermana pequeña echó un vistazo por el retrovisor. La avenida estaba vacía. Se dirigían a una licorería en los límites de Dublín 3, a un par de calles de la orilla del río, para que Maggie pudiera abastecerse.

–Qué raro que nos hayamos quedado sin alcohol en casa –comentó Emilie en el primer semáforo. No había coches. El semáforo ni siquiera funcionaba; pararon por inercia. Maggie arrancó de nuevo–. Otra cosa no, pero vino...

–He aguantado sobria estos días –le explicó Maggie–. Esta noche no podré hacerlo, eso es todo.

Hubo un denso silencio; luego, otra pequeña explosión a lo lejos, aunque menos lejos que la que oyeron desde el jardín. Emilie contuvo el impulso de bajar el cristal y asomarse para comprobar el tamaño del cometa. A estas alturas, sería un melón chino, quizá.

–¿Y sabes qué es lo que realmente me jode? –soltó de pronto Emilie–. Que nunca he tenido pareja.

Fue consciente de cómo lo dijo, como si estuviera recuperando una conversación que habían tenido un rato atrás, a pesar de que la realidad era que nunca, ni siquiera con sus hermanos, había mostrado la magnitud de lo que eso significaba para ella.

Maggie le echó una mirada de reojo. Cauta.

–¿A qué demonios viene eso ahora?

–A nada –suspiró Emilie–. No me hagas caso.

–Lo siento –dijo Maggie, suavizando el tono de voz–. He sonado muy brusca. Hubo un chico, ¿no? Me hablaste de él hace unos meses. ¿Qué ocurrió?

De alguna manera, y a pesar del fin del mundo, Emilie necesitaba hablar de él, de ese chico. Habían compartido poco tiempo, apenas unas semanas, pero a sus veintiséis años era el máximo que había compartido con alguien.

–Volvió con su novia de toda la vida –explicó a Maggie–. Ahí fue cuando se lo tragó la tierra. Aun así, antes de que se desatara toda esta locura, pensábamos vernos.

–¿Por qué?

–No sé.

Un denso silencio.

–Vaya tipejo –dijo Maggie finalmente–. Tiene suerte de que haya aparecido el cometa. Hubiera sido su fin, de todos modos.

Emilie sonrió.

–Tampoco es para tanto. Soy un poco dramática...

–Con la información que me has dado apenas me basta para conocerlo, pero sí sé algo importante acerca de él. No te eligió a ti. Eso es suficiente. Te mereces a alguien que te escuche y te comprenda.

Bueno, pensó Emilie con cierta tristeza. Me merecía, en cualquier caso...

–¿Vosotros no lo hacéis? –Se refería a Sid, a Aidan y a Maggie–. Eso que acabas de decir.

Maggie tardó en responder. Le había sorprendido que Emilie volviera a casa. No dudaba de que fuese a pasar con ellos las últimas horas, pero le sorprendió que llegara con tantos días de antelación. Aun así, el impulso de huir, de esconderse de ellos, de su familia, de aislarse, lo tendría hasta el final. En los últimos años de su adolescencia, Emilie acabó por convertirse en una isla solitaria. Los años habían creado un abismo entre ella y el resto de la familia que ni siquiera bajo esas circunstancias uno podía saltar.

Maggie compuso una sonrisa triste.

–Nosotros siempre te hemos escuchado, Emilie, pero nunca te hemos entendido.

 

 

V

 

 

 

El fin del mundo había llegado al centro de la ciudad. Escaparates reventados, cristales por el suelo, asfalto ennegrecido por el fuego, restos de hogueras que los vándalos habían encendido en mitad de la carretera, zapatos olvidados. Sin embargo, todo estaba desierto. 

Maggie y Emilie bajaron del coche. No había luz. Avanzaron a tientas hasta la licorería. La pequeña estaba tensa, caminaba pegada a su hermana; notaba la atmósfera enrarecida, como si una horda de zombis fuese a salir de detrás de las farolas apagadas. 

Entraron en la licorería. Las recibió un alegre tintineo. El interior estaba débilmente iluminado. ¿Cómo era posible? Comprobaron que provenía de una lamparita a pila. Pertenecía a un chico, poco más que un niño, que lloraba y bebía en uno de los pasillos. Estaba rodeado de cristales rotos y charquitos de cerveza negra. 

Le preguntaron si necesitaba ayuda, si quería que se quedaran un rato con él. Los hombros del joven se agitaban por el llanto. Enterraba la cara entre las manos. Ni siquiera levantó la cabeza; no les respondió. 

El único vino, las únicas botellas intactas, eran de riesling. Maggie se quejó porque eran demasiado dulces.

–¿Con dos botellas tendrás suficiente? –le preguntó Emilie.

Su hermana vaciló.

–Coge dos más, por si acaso.

–Madre mía...

Luego, se dirigieron a la máquina de tabaco. Para que funcionara debían meter un billete por la ranura. A Emilie, aquel último signo de civilización le dio vértigo. 

Metió el billete por la ranura de la máquina. Maggie se le acercó por detrás y apoyó la cabeza en su hombro izquierdo.

–¿Qué marca fumas? –le preguntó Emilie.

–¿De verdad no lo sabes a estas alturas?

–No presto mucha atención a nada.

Maggie pulsó la tecla de Camel; el fantasma de una sonrisa le tironeaba de los labios.

–Y luego te quejas de que nunca has tenido novio...

 

 

VI

 

 

Siguiendo un impulso, algo que nunca había hecho, tomó un desvío y se dirigió a la linde del bosque. No había que andar mucho para llegar al claro, si no calculaba mal; quería echarle un último vistazo. Aparcó en la linde e hizo a pie el resto del trayecto.

Reconocer el vehículo de Sid le confundió tanto que no ató cabos hasta tener a su hermano frente a él. El mediano estaba de pie sobre la roca, mirando al lago; se había girado al oír los crujidos de Aidan a través del bosque.

–¿Aidan?

–Así que estabas aquí... –masculló el mayor–. Yo...

La voz se le quebró. Se echó a llorar, por fin.

Sid bajó de la oscura roca de un salto y observó a su hermano en silencio. Después del llanto, Aidan se frotó con fuerza los ojos. Cuando bajó las manos, estaba más sereno.

–De niños aquí fuimos tan felices... –soltó de pronto.

–Pues yo no consideraría que fuera un niño feliz –contestó Sid.

–Ah, ¿no?

–¡Y tú tampoco! Éramos unos niños que se angustiaban muy fácilmente. Las niñas, Maggie y Emilie, también lo eran. Vendrá en los genes. Guardo buenos recuerdos de esa época, por supuesto. Unos recuerdos preciosos.

Eso hizo que Aidan rompiera a llorar nuevamente. Esta vez, Sid tuvo que utilizar su cuerpo para consolarlo. Lo estrechó contra sí. Ni en mil años se habría imaginado una escena parecida. En otras circunstancias, si no hubiera estado tan sorprendido, se habría echado a llorar él también.

Hubo un agradable silencio. Era una buena noche de invierno, el frío no dolía al respirarlo. Era como si el mundo estuviera conteniendo el aliento: temperaturas suaves, suelo poco resbaladizo, sonidos atenuados... 

Una noche casi apacible.

Aidan miró hacia el cometa. Sid vio cómo su expresión se ensombrecía un tanto, pero su hermano mayor, de nuevo ubicado en el rol de hermano mayor, procuró que no se le notara.

–Volvamos a casa antes de que se haga tarde.

 

 

 

VII

 

 

 

Al final, Maggie no se emborrachó..., o al menos no de la manera tan destructiva que había planeado. También influyó que entrara inesperadamente tanta gente en la casa y que tuvieran que compartir el vino. Había sido una visionaria cogiendo cuatro botellas.

En las celebraciones, Maggie siempre era la que se encargaba de que a nadie le faltara de nada. Iba y venía de la cocina. Solía ser la que preparaba la mayoría de los platos, la que hacía la compra y salía corriendo a la tienda si había calculado mal las botellas de vino o el hielo. Tras esta apariencia de buena anfitriona se escondía un motivo oscuro, sin embargo.

Maggie se ahogaba en las celebraciones, en cualquier tipo de reunión de atmósfera festiva. Si se ofrecía a hacerse cargo de la comida, a marcar el ritmo de la velada, podía escabullirse a la cocina con cualquier excusa.

Aquella última noche se permitió un descanso. Anduvo hasta la cocina, sonriendo a todos a su paso. Una hilera de platos y fuentes cubrían la encimera. Cogió un plato limpio y se sirvió una porción de lasaña. Los demás estaban repartidos por la planta baja, sobre todo por el salón, el núcleo del barullo. Se instaló en la mesa del comedor, en la cabecera.

Engulló el plato. Ya tenía hambre. Menos mal. Una última cena en condiciones. 

–Lo bueno es que no tenemos que recoger la mesa, ni limpiar las migas del suelo, ni fregar... –comentó, pero nadie pareció oírla.

Por lo demás, no distinguía las voces. De hecho, parecían venir de muy lejos.

–... mamá, deja en paz a las niñas.

–Nadie se ha comido mi sopa...

–Joder, ¿qué horas son ya?

 

 

VIII

 

 

Las despedidas no fueron como Emilie temía. Apenas hubo lágrimas, ni siquiera de su madre. Fue, más bien, como cuando años atrás se marchó a estudiar a la costa. 

La chica salió al jardín. Por la mañana no había reparado en la cantidad de luces que adornaban el tejado y los árboles. Ese año, los adornos funcionaban con pilas.

Era inevitable alzar la vista. El cometa era ya una bola de fuego cercana. Empezó a oírse una vibración, pero aún parecía venir de muy lejos.

La chica encendió un cigarrillo. A estas alturas, todos dormirían a su alrededor. Aidan y Sid también eran partidarios de tomarse las dosis, que unos días atrás todos habían podido adquirir en varias zonas de la ciudad.

El quejido de la puerta la sobresaltó. Maggie se acercó a ella dando tumbos, probablemente por todo el vino que advirtió que bebería.

–No te hagas ilusiones, Em. Solo vengo a hacerte un poco de compañía.

Encendió un cigarrillo para ella. Charlaron. De cosas sin importancia. Sobre cómo habían acabado siendo los últimos días. Tranquilos, contra todo pronóstico. No pudieron evitar mirarse y soltar una carcajada. Quién habría dicho que los humanos se enfrentarían al fin del mundo con relativa serenidad. Y que, sobre todo, intentarían vivir hasta el final.

Encendieron dos cigarrillos más cuando se consumieron los que estaban fumando. Siguieron charlando. La vibración era cada vez más fuerte, el ruido empezaba a envolver la avenida, amenazaba con irrumpir en la conversación. Cuando fue imposible de ignorar y, además, se levantó una fuerte corriente de aire caliente, Maggie apoyó la cabeza en el hombro de su hermana.

–Me voy ya, Em.

Emilie asintió, sonrió y le dio las gracias.

Encendió un tercer cigarrillo, después un cuarto.

El fuerte viento le trajo unos gritos lejanos, probablemente del otro lado de la avenida.

El cometa era ya del tamaño del melocotón gigante de la película.

Emilie, como sospechaba en el fondo, no llegó a presenciar el fin del mundo. No vio la explosión, que llegó de todos lados a la vez, ni oyó los últimos gritos del puñado de vecinos que, como ella, prefirieron permanecer despiertos. Solo llegó a ver la luz. Antes de que el viento la arrastrara con él, se golpeara la cabeza contra el tronco más alumbrado del jardín y todo se volviera oscuro, pudo atraparla. 

Era una luz nueva, completamente nueva, que alguien o algo acababa de arrojar sobre el mundo.

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