Isabel Díez Cabanes

Isabel Díez Cabanes

Estudiante y aspirante a escritora. Desde muy joven ha estado interesada en la literatura, gracias a su familia, que le enseñaron a disfrutar de una buena lectura. Con el paso de los años este interés tomó dirección hacia la escritura. Tras encontrar a su compañera de aventuras, Cristina Redondo, ahora trabajan a cuatro manos en todas las ideas que se les pasan por la cabeza. Actualmente tiene un relato publicado en lektu “Un billete solo de ida” y están trabajando en futuros proyectos que esperan que lleguen a ver la luz

Primero todo era negro, luego se hizo la luz. Disipó la oscuridad hacia los más recónditos confines. 

Los susurros quedaron atrás al abrir los ojos, su piel abrigada por un resplandor cegador. A través del negro puro del cielo, se vislumbraban innumerables astros luminosos que sobrepasaban en brillo incluso al sol.  Allí o en la realidad.

No tardó mucho en reunir la fuerza suficiente para incorporarse, a pesar de llevar mucho tiempo dormido. ¿Cuánto había pasado desde la última vez? Era inútil llevar la cuenta. La brisa revolvió sus cabellos cenicientos mientras se ponía en pie y observaba su alrededor. Todo seguía como siempre, sin embargo, había algo fuera de lugar, y por eso él había despertado.

Era hora de ponerse a trabajar. 

Con sus dedos rozó el martillo guardado en su cinturón, como un acto reflejo, pues sabía que siempre estaba ahí, reposando en el lado izquierdo de su cadera. Con la otra mano, rebuscó en el bolsillo de su gabardina negra hasta hallar sus guantes. El cuero protegía la piel de astillas y posibles cortes, como una armadura en la batalla. Una vez listo, comenzó a caminar.

Sus pasos resonaban solitarios a través de la hierba alta, donde sus huellas marcaban el camino. El sonido se acercaba y alejaba al mismo tiempo, flotaba como una nube a su alrededor, transportado por el viento. Se había convertido en la melodía de las estrellas y conseguía que los cristales que asomaban tímidos del suelo irradiaran luz a su alrededor. Volaba entre las colinas y las montañas de colores vívidos que lo rodeaban. El paisaje era un amanecer en sí mismo, con tonos anaranjados y rosados persiguiéndose unos a otros hasta fundirse en uno solo, en un juego infinito.

Siguió caminando sin pausa hasta adentrarse en un laberinto de flores tan altas como rascacielos. A sus pies, pequeños seres del tamaño de hormigas se arremolinaban en torno a diminutos edificios de cristal observándolo con respeto y admiración. Lo que más orgullo le producía de su trabajo era otorgar al mundo nuevo contenido para que las personas pudieran seguir creciendo. Pronto emigrarían.

Se detuvo y una sonrisa ladina cruzó su rostro. 

—Tu hora ha llegado. Sé dónde estás —pronunció en voz alta consciente de que le oiría.

Podía sentirlo. Las nuevas ideas siempre tenían un aroma característico, un olor ahumado de madera oscura, algo totalmente fuera de lugar en esas tierras de aroma a peonías y limones recién exprimidos. Él era especial dentro de su gremio; podía sentirlos a kilómetros de distancia, y eso facilitaba mucho las cosas.

No tardó en dejar atrás el laberinto. Había estado siguiendo el curso de un arroyo de aguas cristalinas que fluían como rollos de seda extendiéndose en la distancia. Parecía tener vida propia.

Pronto se encontró frente a una gran formación rocosa que se alzaba imponente como un gigante de piedra, un caído. Hileras de plantas trepadoras rodeaban las paredes, sujetándolo al suelo. Una mano extendida lo invitaba a subir por sus escalones y trepar por su brazo, en dirección a la cabeza. Allí era donde solían encontrarse las ideas. En lo alto, la hierba volvía a crecer salvaje, mecida por el viento. De ella brotaban pequeñas partículas luminosas que flotaban sin orden, bailando al son de las estrellas. Desde ahí arriba podía contemplar el mundo hasta donde alcanzaba la vista; y no era el único que estaba allí.

Una figura oscura le daba la espalda mientras dirigía la mirada al horizonte. Comenzó a acercarse a ella, pero esta no se inmutó ante su presencia.

—Todo esto —escuchó de una voz en su mente. Una idea podía meterse en tu cabeza cuando te encontrabas cerca de ella—. Todo esto va a desaparecer.

Él se colocó a su lado sin apartar la mirada del horizonte. 

—Desaparecerá cuando nos quedemos sin ideas. Yo me encargo de evitar que eso ocurra.

Bajo ellos se extendía un lago donde desembocaban ríos desde distintas partes como una gran telaraña. El suelo tembló y algo se elevó desde las profundidades levantando una gran cantidad de agua que cayó en forma de lluvia. Era una criatura gigante, temible, pero hermosa al mismo tiempo.

—¿Eso lo he hecho yo? —preguntó la voz en su cabeza.

—No, una Idea debe estar arraigada para que la naturaleza siga su curso.

La Idea se giró a mirarle. Él la sintió por debajo de la piel, las ideas siempre se podían colar hasta conocer su alma. 

—¿Quién eres? —preguntó ella. 

—Tengo muchos nombres y muchas formas. Soy parte de los Cazadores, pero a mí me conocen como El Carpintero.

—¿Y sabes quién soy yo?

—Conozco a las que son como tú. No sois nadie, pero podéis ser todo.

Un meteorito cruzó el cielo. A él siempre le gustaba ver cómo nacían las ideas, rara vez estaba despierto cuando eso ocurría. Una de las manos de los caídos comenzó a moverse. Por dentro notó como otra parte de él se despertaba, su mente se expandía; uno de sus hermanos se estaba alzando para cazar. 

El Carpintero se volvió a mirarla. 

—Siempre que estéis en buenas manos. 

—Eso no responde a mi pregunta.

—Sois una de las ideas de las que os hablaba. La sustancia de este mundo, las raíces que lo sustentan. —Aquella era la parte más complicada antes de arraigar: explicarlo todo. Existían ideas sin curiosidad, aquellas que no llegaban muy lejos, y otras, como ella, llenas de preguntas, que habían olvidado el porqué de su existencia. Tenía que proceder con cuidado—. Vamos a dar un paseo.

Primera regla de un Cazador: Nunca mires a una idea a los ojos. Corres el riesgo de perderte dentro de ella.

Muchas veces, El Carpintero debía recordárselo así mismo, y ese era una de esos momentos, caminando acompasados uno junto al otro, casi como si fuese su sombra. A cada paso de la Idea surgían nuevos cristales del suelo en los que rebotaba la luz. Si la Idea era lo suficientemente grande y poderosa estos se convertían en piedras preciosas que luego eran recolectadas para el reino del Sol Poniente. 

Dentro de la bruma negra que constituía a las ideas se podía intuir un rostro. Un rostro que cambiaba con cada pestañeo. Nunca se mantenía constante pues una idea podía tener muchas caras.

Segunda regla de un Cazador: Sé cauto, no te dejes llevar por una idea. Una criatura de mil caras puede resultar fascinante, pero nunca se sabe cuál de ellas mostrará en cada momento. 

El Carpintero siempre iba un paso por delante, lo suficiente cerca como para que no se notase, pero que aún así mantuviera el control. Él debía ser el guía para que las ideas no se desviasen del camino. Unos hilos muy finos, que solo los Cazadores podían ver, las conectaban con el lugar al que de verdad pertenecían. Como líneas en un mapa o constelaciones en el cielo.

La Idea caminaba insegura, sin ser consciente del hilo que tiraba de ella. Este perdía tensión a medida que se acercaban al destino. El cazador podía escuchar todos los pensamientos que se arremolinaban en la mente de la Idea; cuanto más cercana estaba a su destino más fuerte se volvía esa conexión. Sin embargo, a pesar de todo lo bueno que pronosticaba, dentro de ella solo había dudas e incertidumbre. 

Se adentraron en un camino que dejaba la tierra a un lado, caminando por el agua sin mojarse, como si ante ellos se extendiese una alfombra de color azul cristalino. 

El hilo terminaba en uno de los islotes dentro del Círculo de las Islas de Cristal. Era una zona aún virgen, donde no muchas ideas habían arraigado. Entre los Cazadores suponía un desafío por la volubilidad de la tierra.

—Es aquí —dijo El Carpintero extendiendo un brazo para frenar el avance de la Idea, que se detuvo a su lado al sentir su tacto.

No sabía cómo describir esa sensación, igual que tampoco sabía si se podía hablar de tacto al interactuar con una bruma, pero tampoco existía ninguna palabra en su vocabulario que pudiese explicarlo. En aquellos momentos, antes de realizar el ritual, era difícil discernir dónde empezaba la Idea y dónde El Cazador. Debía acogerla como propia en su mente para hacerla real.

Enfrentados, la Idea miraba directamente en su interior y él miraba a través de ella. Más allá del miedo podía sentir un deje de familiaridad entre ellos. Gracias a la conexión de sus mentes la Idea conocía su desenlace, y esta estaba en paz con sus pensamientos. Con la idea de trascender. 

—¿Confías en mí?

Su silencio fue respuesta suficiente. Su final se avecinaba.

—Túmbate. Será rápido —continuó él.

Ella hizo caso y se extendió sobre el suelo. Él preparó sus herramientas. Se apretó los guantes. Sacó el martillo de su funda.

—Sí, confío en ti —pronunció ella en un susurro que sonaba lejano hasta en su cabeza. 

Era el último empujón que le faltaba. Sus movimientos eran suaves y precisos, propios de alguien que llevaba haciendo su trabajo mucho tiempo y dominaba la técnica. 

48 clavos necesitó El Carpintero para arraigarla. De las brechas empezaron a brotar delicados hilos cuya unión formó las raíces que se adentraron en la tierra. Precederían a un árbol fuerte y robusto que sería tan alto que rozaría las estrellas, sintiendo su caricia constante. Las raíces nutrirían al mundo de nuevo poder, fertilizarían la tierra y darían cobijo a sus habitantes. 

El cazador había terminado su trabajo. Con la frente perlada de sudor devolvió el martillo a su funda. Se quitó los guantes. Aún con su protección, en la palma de su mano surgió una ampolla, un recordatorio de su esfuerzo.

Tras observar por última vez aquel árbol que sobreviviría a todos los embates del mundo, El Carpintero se retiró de allí. 

Cerró los ojos como tantas veces antes que aquella, sumergiéndose una vez más en el abismo de la oscuridad.

 

 

 

 

 

 

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