Helena nació en 1997 en Cádiz, y en la década de los 2000 ya se estaba inventando sus propias historias (dicen por ahí que de antes ya era muy cuentista). Las primeras, porque se aburría de contarle siempre los mismos cuentos a su primo, y, algunos años más tarde, porque no entendía que Draco y Hermione no acabasen liados. Pasó algún tiempo escribiendo fanfics antes de pasarse al rol narrativo, que fue su salvavidas mientras se sacaba el grado de Psicología y continúa siendo parte importante de su vida. En el NaNoWrimo de 2021 terminó su primer proyecto de novela que sigue en un cajón vigilado por su mayor enemigo: la revisión. De momento, puedes leerla en la Antología Orgullo Zombi 4 y las revistas Lo Desconocido y Pulporama, además, aleatoriamente comparte su proceso de escritura en su página de Twitter: @helenryme
Muchos años después de estos sucesos, décadas después de la muerte (la de verdad) de Agatha Christie, los bobos irían diciendo que el sueño de cualquier escritor es no tener que escribir más.
Agatha, aquel diciembre, se encontraba en un momento de su carrera en el que no necesitaba escribir ni una sola línea. ¡Ni cartas tenía por qué redactar! Pero aquel no era su sueño, en absoluto. Más bien, se había encontrado con que perseguir su sueño, el de ser escritora, la había alejado de la realidad en la que escribía, gustosa, todos los días. Si alguien le hubiera dicho todo lo que escondía el proceso de publicar un libro… Se lo habría pensado mejor, para qué mentir.
La llegada de las fiestas le iba hacer imposible concentrarse en ninguno de sus trabajos durante un mes entero, y si a eso le sumaba los preparativos para su próximo libro, ni siquiera sabía cuándo podría sentarse de nuevo frente a la máquina de escribir. Quién quiere pavo y calcetines si te espera en el cajón un asesinato de infarto. Agatha, no.
Ella tenía otra idea del placer y el esparcimiento. Y en esa idea no entraba su marido, a quien podía perdonarle lo de infiel, pero no el estruendo que formaba mientras ella intentaba escribir. Era como si ese hombre tuviera latas de pintura por pies y maracas como manos. La parte positiva era que, entre tanto ruido, ni caso le hacía a las idas y venidas de su mujer. Así que esta cogió la puerta, la máquina de escribir, un par de mudas, y se fue. Habría jurado que le dejó echando una siesta.
Ya en la calle, Agatha se dio cuenta de que, si quería escribir durante las fiestas, tenía que huir también de su familia y amistades. No era de buena educación ocupar una casa ajena para encerrarse en el estudio con sus historias. Tampoco podía hacerlo en la oficina, y los hípsters todavía no habían popularizado el trabajar en las cafeterías. Por suerte, Agatha tenía experiencia encontrando escondrijos secretos, la novedad es que este estaba bajo la cartera de su esposo.
En el hotel que su marido frecuentaba con su amante no le pidieron muchas explicaciones, porque el edificio era una casa de cuernos y anillos de matrimonio abandonados en cajones. Llegó a la habitación, acampó la máquina de escribir en el escritorio y se sentó a frente a ella. Quién le iba a decir que un marido infiel sería su mejor regalo de Navidad. Quizá incluso se plantease escribir algo un poco más romántico.
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