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El palacio de la Aljafería es hoy en día uno de los monumentos zaragozanos más apreciados por quienes vivimos en la ciudad y también por quienes nos visitan. Su porte severo y elegante, su silueta acastillada, los potentes torreones de su fachada conforman una imponente presencia que no deja indiferente a nadie, ni siquiera al que simplemente pasea en su derredor.

Fruto de las múltiples transformaciones que tanto en su materialidad como en su significado se han producido a lo largo de su historia, su contemplación logra, sin embargo, trasladarnos de manera muy efectiva a su pasado islámico cuando extramuros de Saraqusta, en el siglo XI, junto a una torre preexistente que ahora denominamos Torre del Trovador, nació el palacio de recreo de los Banu Hud, el palacio de la Alegría. 

Tras la toma cristiana de la ciudad en 1118 vendrían cambios que afectarían notablemente a su fisonomía interior al convertirse en residencia de los reyes de Aragón, con obras de particular envergadura en los siglos XIV y XV, en época del rey Pedro IV y de los Reyes Católicos respectivamente, aunque sería su utilización militar a partir del siglo XVI lo que aceleraría su transformación, con drásticas intervenciones en los siglos XVIII y XIX. 

Estas actuaciones arruinaron el palacio medieval, islámico y cristiano, lo enmascararon en el mejor de los casos, y variaron radicalmente su aspecto exterior. La muralla perimetral islámica se había ido perdiendo con el paso de los siglos, el interior se había convertido en un anodino cuartel como tantos otros. 

Ningún ciudadano de Zaragoza de las primeras décadas del siglo XX sería capaz de reconocer el edificio que hoy en día contemplamos. 

Seamos conscientes de que el actual palacio de la Aljafería es una imagen construida en la segunda mitad del siglo XX y que es fruto del empeño de un arquitecto, Francisco Íñiguez Almech

Muy vinculado por su familia materna con la ciudad de Zaragoza, arquitecto restaurador del cuerpo de arquitectos conservadores de Zona desde la Segunda República, en torno a 1947, pocos años después de ser nombrado con el nuevo régimen franquista nada menos que comisario general del Servicio de Defensa del Patrimonio Artístico Nacional, vislumbró que de entre los muros y la tabiquería del cuartel decimonónico podía exhumarse el edificio islámico y a ello se dedicó toda su vida. 

Alejado por su cargo de la práctica diaria restauradora, diríamos que este arquitecto y apasionado de la historia eligió la restauración de este monumento para sí y la recuperación de su pasado acabó convirtiéndose, en palabras del propio Íñiguez, en casi una obsesión. 

A partir de 1954 y hasta su muerte en 1982 se fueron sucediendo los proyectos de exploración, consolidación, reparación, restauración, y reconstrucción. Fue descubriendo las estructuras antiguas, los finos atauriques de yeso, recomponiendo jardines, reconstruyendo arquerías, interpretando espacios, materializando soluciones hipotéticas… 

A la luz de los criterios modernos de conservación de los monumentos su actuación es muy controvertida, pero refleja un momento complejo de la restauración en España en que se asiste al progresivo, pero morosamente lento, desplazamiento de la restauración en estilo, repristinadora, reconstructora, por las teorías que priman la conservación del monumento y el respeto a su devenir histórico hasta el presente.

Íñiguez encarna bien el debate existente, la asunción de determinados aspectos metodológicos como, por ejemplo, la importancia del conocimiento exhaustivo del monumento antes de intervenir, tanto de su historia como de sus restos materiales, o el alcance restringido y notorio visualmente de la intervención, y, sin embargo, la Aljafería actual es fruto de una intensa reconstrucción.

La culminación de este proyecto global de recuperación del palacio islámico era la reconstrucción de la muralla, que Íñiguez pretendió completa, en todo el perímetro del edificio, y que su muerte interrumpió, dejándonos la imagen truncada, y, en buena medida, incomprensible, que ahora tenemos de su exterior. 

Así surgió la Aljafería que hoy tenemos. Un monumento del que se había perdido por completo su memoria, recuperado para la ciudad como un nuevo monumento, construido, con sus aciertos y sus errores, por un arquitecto restaurador del siglo XX: Francisco Íñiguez Almech.

Imparte: Asunción Urgel. Profesora asociada del Departamento de Historia del Arte de la Universidad de Zaragoza y profesora de la Universidad de la Experiencia, su labor docente y profesional se desarrolla en los ámbitos de la historia del arte y el patrimonio cultural, con particular atención a la historia de la conservación y restauración monumental, siendo tema destacado de su investigación la figura del arquitecto restaurador Francisco Íñiguez Almech.

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